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15 abril 2006

Al filo de los Días - Huída en Semana Santa


Huída en Semana Santa

El éxodo masivo comenzó el miércoles de ceniza como preludio de la gran escapada que protagonizan millones de vehículos y sus correspondientes pasajeros durante toda la Semana Santa, huyendo de sus ciudades, de sus vidas y de sus problemas, con el engaño fácil de que, allí donde puedan llegar, les estarán esperando la diversión, el olvido y el descanso de tanto estrés que tienen acumulado después de muchos meses de vivir en ciudades ruidosas por demasiado pobladas, y en las que el descanso, la tranquilidad y la paz de espíritu les están negadas por la propia dinámica que el progreso y la llamada calidad de vida han impuesto en contraprestación a tanto bienestar ficticio, fruto de la técnica, que ha posibilitado tener más tiempo libre, más esperanza de vida y un mayor confort que ha proporcionado al ser humano, en una parábola cínica, la posibilidad, por ello, de tener que preocuparse más en qué utilizar su tiempo libre que cada vez es mayor --a la vez que siente que ese mismo tiempo se le escapa de las manos en una huida vertiginosa, en una curiosa paradoja, que aumenta al ritmo de la velocidad en la que la sociedad actual va instalada, fruto de sus propias contradicciones internas--, que de la propia subsistencia como era el caso de generaciones anteriores.

Ese mismo progreso le ofrece, al mismo tiempo que las comodidades innatas a toda sociedad del bienestar, un mayor número de horas, días, semanas e incluso meses de ocio, posibilidad ésta que años atrás era impensable para el mayor de los optimistas, convirtiéndose así estos macropuentes, fines de semanas –cincuenta y dos al año- y vacaciones de verano, Navidad y fiestas locales, provinciales y autonómicas, en una trampa mortal en la que caer, al verse despojados de sus obligaciones cotidianas laborales o académicas, sin otro asidero para la propia angustia, la soledad interior y la insatisfacción propias de todo ser humano, eligiendo como escapada de ese encuentro consigo mismo que todos rehuyen a esos viajes obligados por el deseo, o necesidad, de una huída hacia delante que saben que no les llevará a ninguna parte, siempre en dirección a un lugar conocido o no, porque eso les da lo mismo, pero diferente, distinto al que viven el resto del año, como si el hecho mismo de cambiar de lugar los despojara de su propia identidad, de sus problemas, de sus angustias existenciales y de su propia soledad.

Esta huída masiva se cobra su tributo sangriento, dejando un balance de más de un centenar de muertos cada Semana Santa, número que se multiplica varias veces en cuanto a heridos que quedan con terribles secuelas de por vida y familias destrozadas; pero, sin embargo, nadie piensa que ese año, en ese puente de Semana Santa, o en cualquier otro desplazamiento vacacional o de fin de semana, pueda corresponderle el terrible número premiado de ser la siguiente víctima –-ésa es la idea que ha querido utilizar la Dirección General de Tráfico para alertar a los conductores sobre los peligros que le aguardan al volante-- , por ser el ser humano ciego ante lo que no desea ver o lo que no puede comprender: que toda huida exterior en el espacio físico temporal no es más que una entelequia, si de lo que se huye es de la propia desolación interior, porque hay un lugar del que nunca se puede huir por lejos que se llegue y no es otro que el propio territorio personal e íntimo del que siempre somos prisioneros.
Ana Alejandre
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