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26 mayo 2019

José Saramago. Artículos




José Saramago

José Saramago
(El País/13/feb/2010)

En Portugal, en la aldea medieval de Monsaraz, hay un fresco alegórico de finales del siglo XV que representa al Buen Juez y al Mal Juez, el primero con una expresión grave y digna en el rostro y sosteniendo en la mano la recta vara de la justicia, el segundo con dos caras y la vara de la justicia quebrada. Por no se sabe qué razones, estas pinturas estuvieron escondidas tras un tabique de ladrillos durante siglos y sólo en 1958 pudieron ver la luz del día y ser apreciadas por los amantes del arte y de la justicia. De la justicia, digo bien, porque la lección cívica que esas antiguas figuras nos transmiten es clara e ilustrativa. Hay jueces buenos y justos a quienes se agradece que existan; hay otros que, proclamándose a sí mismos justos, de buenos tienen poco, y, finalmente, además de injustos, no son, dicho con otras palabras, a la luz de los más simples criterios éticos, buena gente. Nunca hubo una edad de oro para la justicia.
Hoy, ni oro, ni plata, vivimos en tiempos de plomo. Que lo diga el juez Baltasar Garzón que, víctima del despecho de algunos de sus pares demasiado complacientes con el fascismo que perdura tras el nombre de la Falange Española y de sus acólitos, vive bajo la amenaza de una inhabilitación de entre doce y dieciséis años que liquidaría definitivamente su carrera de magistrado. El mismo Garzón que, no siendo deportista de élite, no siendo ciclista ni futbolista o tenista, hizo universalmente conocido y respetado el nombre de España. El mismo Garzón que hizo nacer en la conciencia de los españoles la necesidad de una Ley de la Memoria Histórica y que, a su abrigo, pretendió investigar no sólo los crímenes del franquismo sino los de las otras partes del conflicto. El mismo corajoso y honesto Baltasar Garzón que se atrevió a procesar a Pinochet, dándole a la justicia de países como Argentina y Chile un ejemplo de dignidad que luego sería continuado. Se invoca en España la Ley de Amnistía para justificar la persecución a Garzón pero, según mi opinión de ciudadano común, la Ley de Amnistía fue una manera hipócrita de intentar pasar página, equiparando a las víctimas con sus verdugos, en nombre de un igualmente hipócrita perdón general. Pero la página, al contrario de lo que piensan los enemigos de Baltasar Garzón, no se dejará pasar. Faltando Baltasar Garzón, suponiendo que se llegue a ese punto, será la conciencia de la parte más sana de la sociedad española la que exigirá la revocación de la Ley de Amnistía y que prosigan las investigaciones que permitirán poner la verdad en el lugar donde estaba faltando. No con leyes que son viciosamente despreciadas y mal interpretadas, no con una justicia que es ofendida todos los días. El destino del juez Baltasar Garzón está en las manos del pueblo español, no de los malos jueces que un anónimo pintor portugués retrató en el siglo XV.

https://elpais.com/diario/2010/02/13/espana/1266015611_850215.html

Un amigo, un hermano

José Saramago

(EL PAÍS/ 18/May/2009)

La obra de Mario Benedetti, amigo, hermano, es sorprendente en todos los aspectos, ya sea por la extensión en la variedad de géneros que toca, ya sea por la densidad de su expresión poética como por la extrema libertad conceptual que usa. El léxico de Benedetti ha ignorado deliberadamente la supuesta existencia de palabras "poéticas" y de otras que no lo son. Para Benedetti, la lengua, toda ella, es poética. Leída desde esta perspectiva, la obra del gran poeta uruguayo se nos presenta, no sólo como suma de una experiencia vital, sino, sobre todo, como la búsqueda persistente y lograda de un sentido, el del ser humano en el planeta, en el país, en la ciudad o en la aldea, en su casa simplemente o en la acción colectiva. Son muchas las razones que nos llevan a la lectura de Benedetti. Tal vez la principal sea ésa, precisamente: que el poeta se ha convertido en voz de su propio pueblo. O sea, en poeta universal.

https://elpais.com/diario/2009/05/18/cultura/1242597601_850215.html 

Una inteligencia brillante
José Saramago

(El País/ 4/Nov/2009)

He compartido algunos momentos con él, sobre todo cuando nos nombraron hijos predilectos de la provincia de Granada. Ahí estuvimos mucho rato conversando. Cenamos, y luego hablamos. Ya él estaba próximo a los cien años. Y a esas alturas de la vida sorprendía sobremanera la lucidez, la palabra ágil, el pensamiento muy claro, la inteligencia siempre dispuesta. Uno parte del principio de que con la vejez hay muchas cosas que se acaban, y es cierto que se acaban muchas pero algunas se conservan, y en el caso de Ayala sobre todo se mantenía algo tan importante como la capacidad de comunicación y el funcionamiento de una inteligencia tan brillante como era la suya. Eso no es incompatible con la vejez, y en su caso no lo era en absoluto: se mantenía vivo, despierto, formidable. Francisco Ayala ha sido la prueba viva de que se puede vivir mucho y seguir, en el plano del intelecto, igual a lo que se era antes, cuando se era mucho más joven. Conozco su obra, aunque no profundamente; he leído algunas de sus novelas, y me gustó particularmente La cabeza del cordero. Es una pérdida para España, y es una verdadera lástima que no hubiera habido traducciones suficientes al inglés o al francés como para haber llamado la atención de la Academia Nobel, cuyo premio se merecía sin duda alguna. Era la suya una obra profunda, muy rica en su reflexión y en su pensamiento, en la diversidad de sus intereses humanos y en su propia expresión literaria.

https://elpais.com/diario/2009/11/04/cultura/1257289202_850215.html


20 diciembre 2017

Artículos de Fernando Aramburu

¿Por qué matamos?
(El País, 24 feb 1998)
Fernando Aramburu

Hay personas que arreglan cañerías, venden fármacos o conducen locomotoras. Nosotros también hacemos lo que sabemos, lo que nos han enseñado. Nosotros matamos. Desde niños nos han alentado a ello las rencorosas soflamas paternas y maternas en torno a la mesa familiar, la ponzoña patrioteril que inocula el maestro en el alma maleable de los alumnos, la cuadrilla de amigos del barrio en la que por vía mimética se aprende temprano a embotar el sentido de la culpa y, cómo no, la taberna, que es la universidad por excelencia de los iletrados.Hay poca cultura dentro de nuestros pasamontañas. Por eso matamos. Matamos por la atracción que ejerce en nuestros cerebros atestados de propaganda el prestigio varonil de la fuerza bruta. A nosotros se nos hace muy cuesta arriba progresar por los vericuetos del razonamiento. La realidad social está cuajada de matices, de sutilezas democráticas, de pros y contras: cuánta complicación. Nosotros preferimos simplificar la realidad allanándola a puro bombazo. La muerte es nuestro lenguaje. La muerte es lo único que podemos decir. El porvenir que anhelamos es el producto resultante de un alto número de muertos. Se hace camino al matar.

Matamos antes de nada para ganar enemigos, por cuanto la existencia del enemigo justifica el matar. Nosotros acertamos caiga quien caiga. "Algo habrá hecho para que lo maten", se oye a menudo murmurar en las esquinas de Euskadi. La culpa es siempre de la víctima y de quienes vierten lágrimas por ella. Nosotros aspiramos a la paz, a una paz duradera y justa, que consiste principalmente en que nosotros dejemos de matar. Si no fuera porque aspiramos a la paz, no habríamos matado a ochocientas y pico personas, niños inclusive. ¡Con lo sencillo que sería alcanzar un acuerdo! Hágase nuestra voluntad, frágüese una frontera al viejo estilo, que aísle Euskalherría del resto de Europa, y entonces.... entonces sólo mataremos en nuestros pueblos y vecindades.

Nosotros matamos para que al día siguiente lo cuenten con detalles los medios de comunicación, de suerte que los comentaristas de actualidad nos aclaren a nosotros mismos por qué matamos, cuál es el sentido de nuestra acción y, muchas veces, a quién hemos matado. Matamos de costumbre con pretextos acompañados por el adjetivo vasco, en la inteligencia de que todo lo vasco inspire resquemor, antipatía, repugnancia. Pretendemos que la ciudadanía española y francesa, confundida por la rabia, aborrezca no menos a los vascos pacíficos que al puñado violento. Nuestras balas no atraviesan nucas para que después las multitudes griten "ETA no, vascos sí"; pero en el fondo qué más da si, total, nosotros vamos a matar se diga lo que se diga y pase lo que pase. Pues cuando, al filo de las primeras canas, comprendemos el sinsentido de matar, aparece un nuevo bruto, joven, voluntarioso y con ansias de reunir méritos de guerra, que toma el arma y reanuda la matanza.

Matamos, algunos, con la vista puesta en lograr reconocimiento de vasquidad. Por la puerta de la militancia seperatista aspira a asimilarse el descendiente del inmigrado. Matar con esa excusa da derecho al pasaporte vasco en la nación deseada. Matar para ser vasco. No faltan en nuestras listas de solícitos apretadores de gatillos patronímicos como Álvarez, González Peñalva, López Riaños, Manzanos, Parot, etcétera. ¿Qué diría Sabino Arana si supiera que individuos de dudosa pureza sanguínea y de preocupante Rh, enarbolan su bandera, se apropian de su entelequia patriótica y luchan por la liberación de Euskalherría liquidando a gente llamada Olaciregi, Iruretagoyena o Múgica? No queda más remedio que redefinir el concepto de raza vasca. Vasco auténtico: dícese, hoy por hoy, de cualquier habitante del planeta que postula la independencia de Euskadi. El resto de la humanidad está en la lista negra.

Y es que en realidad nos vence el miedo a dejar de matar. Lo uno por no estar en una celda a solas con el recuerdo de lo que hicimos, a merced de los remordimientos y de la certeza incontestable de la inutilidad de nuestro furor.

Lo otro, porque ¿quién tiene redaños para ser el Maroto que ponga fin con un nuevo abrazo de Vergara, de Argel o de donde sea, a esta guerra unilateral cuyo único lance bélico consiste en que nosotros vamos por ahí a escondidas y matamos? Dejar de matar nos irrogaría el repudio de los compañeros de locura. Caminaríamos por el pueblo y oiríamos mascullar a nuestra espalda: ése es el traidor que ordenó la tregua indefinida. Supondría, además, admitir públicamente que toda la sangre derramada, la propia y la ajena, ha sido en vano. Mejor, por consiguiente, seguir matando, aunque sea en vano, hasta tanto llegue la derrota que en nuestro fuero interno apetecernos; la que nos sacaría del laberinto que nosotros mismos hemos maquinado y del que no sabemos salir solos; la que transmitiría a las generaciones venideras de adolescentes vascos, imbuidos del fanatismo nacionalista, el convencimiento de que todavía existe una cuenta histórica pendiente.

Por nuestra cuenta no pararemos nunca de matar, como no sea que, desatada la disidencia en nuestras filas, nos matemos a tiros entre nosotros. Ya falta menos, no se preocupen. Y, si no, al tiempo.


Tocado por la genialidad
Fernando Uramburu
(El País 17 may 2017)

La primera vez que oí mencionar el nombre de Félix Francisco Casanova fue en una carta del poeta Francisco Javier Irazoki. Se acababa la década de los setenta del siglo pasado. Por entonces seguía siendo común el intercambio epistolar. Me bastaron unas pocas muestras de la poesía de aquel chaval canario, muerto pocos años antes por causa de un escape de gas mientras tomaba un baño en su domicilio de Santa Cruz de Tenerife, para percatarme de su enorme calibre literario.

Aquellos pocos poemas que conocí por mediación de Irazoki tenían los ingredientes justos para que a uno, al leerlos, le produjesen con gran intensidad la experiencia poética. No me cupo la menor duda de que quien los había compuesto estaba dotado de una gracia particular. No es sólo que los textos estuvieran bien escritos. De hecho, la literatura de Casanova huele a todo menos a escritorio. Era otra cosa que nadie, ni el erudito más dilecto, ha sabido definir hasta la fecha, aunque somos muchos los que nos llenamos la boca con su nombre.

Aquellos poemas tenían un misterio, una musicalidad no nacida de las convenciones métricas y una fuerza expresiva que los hacía de todo punto seductores. Eran, desde luego, distintos de cuanto escribían los jóvenes de mi tiempo; en muchos casos, dignos epígonos del estilo literario de sus mayores. No, aquellos poemas en los cuales lo lúdico y lo luctuoso se mezclaban con afortunada y a la vez inexplicable armonía estaban tocados de la genialidad. Los largos años transcurridos desde entonces no me han apeado de mi impresión primera.

Aquellos poemas tenían un misterio, una musicalidad no nacida de las convenciones métricas y una fuerza expresiva que los hacía de todo punto seductores
Otro poeta, Jorge G. Aranguren, me proporcionó las señas postales de Félix Casanova de Ayala, padre de Félix Francisco. Ya entonces el hombre, que, aquejado de melancolía, había renunciado a prolongar su propia obra, cultivaba con entrañable denuedo la memoria del hijo fallecido. Le escribí. Me topé con lo que había, una humanidad profundamente dolida, primero por la pérdida de la esposa, después por la del hijo superdotado y compañero de páginas. Juntos habían llenado de poemas Cuello de botella, cuya publicación Félix Francisco no pudo ver. Su padre me procuró los libros de este. Él mismo me los había dedicado en nombre del hijo para siempre ausente. El cartero me entregó aquellas joyas enviadas a San Sebastián desde Canarias: una maleta llena de hojas, la referida Cuello de botella y un diamante en forma de novela, El don de Vorace, que Félix Francisco había escrito a los 17 años en poco más de 40 días.
La publicación de las Obras completas de Casanova, editadas con esmero por la editorial Demipage, supervisadas por el ojo infalible de Irazoki, se me figura un acontecimiento cultural de primera magnitud. A veces dan ganas de que existan el cielo, el más allá, no sé, una atalaya para difuntos desde la cual Félix Casanova de Ayala pudiera disfrutar del resultado de sus desvelos. A su lado, Félix Francisco seguro que se lo tomaría a risa mientras indaga qué tipo de música escuchan los jóvenes actuales.






04 septiembre 2017

Artículos de Rafael Sánchez Ferlosio

Virilidad                                                                               
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Rafael Sánchez Ferlosio

(El País, 19 NOV 1994)

El que, ante un niño que bajo la sonriente complacencia de unos padres incapaces de imaginar que pueda molestar a nadie corre por entre las mesas del local, dice: " Lo que ese niño necesita es un par de hostias bien dadas" está expresando lo que él necesitaría: poder dárselas. Pertenece a la misma ralea viril que el que, ante una chica nerviosa o estridente, dice: "Lo que ésa necesita es un buen polvo" porque le humilla reconocer la vibración que enciende su deseo y tiene que camuflarla en expresión de afrenta y de desprecio. Estos que saben remediar al prójimo con hostias y con polvos son los maccro de le bâton et la carotte, que no aguantan a los demás como sujetos, sino sólo como objetos de sometimiento y de control.

(Ordalia). Sólo el castigo pudo hacer unívocas, discontinuas, las nociones del género de "culpa" o de "pecado". La alternativa de sí o no en que nos las encontramos sumergidas no tiene un origen en sí mismo lógico, sino pragmático: la violencia creadora de derecho. Sólo la guerra o la acción ejecutiva, el veredicto de las armas o de los tribunales, imponen disyuntivas tan tajantes como la de inocente o culpable o la de tener razón o no tener razón
El rencor consiste en la obstinación en que cuando ya no es así, siga siendo así, porque una vez ha sido así, una culpa de hace 50 años se convierte en 50 años de culpa.

(Paisaje). Por el lomo de la alta pared del huerto coronada con cascotes de botella venía andando esta tarde un gatito sin cortarse.
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Este articulo apareció en la edición impresa del Sábado, 19 de noviembre de 1994



Aviso urgente a los contricantes

Rafadel Sánchez Ferlosio

(El País, 23 MAY 1993)

Suelo decir que Antonio Gramsci forma con Rosa Luxembourg la más ilustre pareja de intelectuales que crió, apenas a tiempo, el comunismo, antes de abominar definitivamente de la funesta manía de pensar. Pues bien, Gramsci advirtió de que la expresión "lucha ideológica" era una torpe metáfora que más valía no usar o que, de usarla, había que hacerlo con toda la precaución de no perder de vista la decisiva diferencia de que mientras en la lucha física o la guerra era válido y conducente a la victoria atacar los puntos débiles del adversario, en la mal llamada lucha ideológica sólo era, en cambio, procedente acometer los puntos fuertes. El jovencísimo Menéndez y Pelayo de los Heterodoxos (libro en el que inventó el género que yo llamo "libro infierno", pues van a parar a él todos los malos, y que fue cultivado por Lucaks con su El asalto a la razón) contraviene la sabia prescripción gramsciana con sus representaciones musculares del pensar: "atletas de la escolástica" "potencia intelectual", "asentar verdades como el puño", "contundente en casi todo lo que es filosofia pura y monumento de inmenso saber y de labor hercúlea", "era su erudición la del claustro, encerrada casi en los canceles de la filosofia, escolástica, pero ¡cómo había templado sus nervios y vigorizado sus músculos esta dura gimnasia!", "todo lo recorrió y lo trituró, dejando dondequiera inequívocas muestras de la pujanza de su brazo", "molió y trituró como cibera a los débiles partidarios que en Sevilla comenzaba a tener la nueva filosofia ecléctico-sensualista del Genovesi y de Verney", "en cabeza suya asestó el padre Alvarado golpes certeros y terribles" (Heterodoxos, VI-3-VII, VI-4.-I y VII-2-V).

El gramsciano rechazo de la mera noción de lucha ideológica es, a la postre, lo que me pone diametralmente en contra de los que celebran como un gran adelanto democrático la introducción de debates electorales en España. Antes por el contrario, lo deploro como una vuelta de tuerca más al ya bastante avanzado encanallamiento y prostitución de la palabra.
El debate televisivo es una perversión sólo capaz de complacer a mentalidades primitivas, casi paleolíticas, como las del regresivo agonismo norteamericano, que no puede entender nada de nada como no se le presente en términos de ganador y perdedor. Y no es que no haya antecedentes europeos: en las disputationes académicas de Salamanca, en los siglos XVI y XVII, parece ser que los "ergos" se contaban como hoy se cuentan los goles en el fútbol: "¡Fulano le ha metido diez y nueve ergos a Mengano!". Estas disputationes universitarias fueron después, con toda razón, consideradas como la máxima degradación intelectual




01 marzo 2017

Artículos de Eduardo Mendoza


Mi sufrida biblioteca
Eduardo Mendoza
Eduardo Mendoza
16/5/2016 (El País)
http://elpais.com/elpais/2016/05/13/icon/1463135325_973140.html


Tengo la costumbre de deshacerme de los libros que he leído. Y también de los que todavía no he leído, si veo que tienen mal pronóstico. El origen de esta costumbre, que muchas personas encuentran bárbara y desalmada, no es intelectual. Durante una larga etapa de mi vida combiné la movilidad con una relativa escasez de medios, con lo que me vi forzado a ir dejando atrás objetos estimados pero no de primera necesidad. Las primeras víctimas de esta emergencia siempre fueron la vajilla y los libros; la vajilla, por su fragilidad; los libros, por su volumen; en ambos casos, por la pesadez de embalar y meter en cajas cosas de tamaños y formas difíciles de acoplar. Total, que acababa tirando platos, vasos y tazas de muy escaso valor, y pilas de libros de un valor material aún más escaso, aunque quizá de mayor valor sentimental. Pero lo bueno de los apuros es que el sentimentalismo desaparece cuando la necesidad aprieta. Fuera libros.

A la tercera o cuarta masacre me di cuenta de que rara vez necesitaba los libros que había tirado y de que, si los necesitaba, los podía volver a comprar. Aparentemente, un gasto doble. En realidad, un considerable ahorro si entra en el cálculo el coste del espacio y el mobiliario. Si el libro que quería recuperar estaba descatalogado, lo encontraba online, en librerías de segunda mano o, a las malas, en alguna biblioteca pública. Y si todo esto fallaba, siempre me quedaba la solución de encogerme de hombros y pasar a otra cosa. La vida está llena de frustraciones y renuncias y no poder releer un libro, habiendo tantos, no es gran tormento.

La práctica me enseñó que los sentimientos, como al parecer ocurre con otras prolongaciones del cuerpo humano, se recomponen. En mis sucesivas viviendas no había libros, pero procuraba que no faltaran las flores, otro artículo entrañable que, a diferencia de los libros, lleva incorporada la fugacidad. Más tarde, cuando alcancé cierto grado de estabilidad, acumulé algunos libros, pero no perdí la higiénica costumbre de desprenderme de la mayoría. Una pared limpia no me parece menos acogedora que una pared cubierta de estanterías. Y por lo que se refiere a la utilidad de una biblioteca personal, lo considero nulo o poco menos. He visto bibliotecas personales especializadas, arduamente construidas a lo largo de toda una vida, que luego alguna institución pública se aviene a heredar de mala gana. Salvo estos casos contados, una biblioteca personal es un mapa confuso del peregrinaje intelectual de su dueño: cambios bruscos de gustos o intereses, propósitos abandonados, palos de ciego y una buena dosis de azar. A lo sumo, testimonio de una cierta solidez de criterio, de amplitud de miras, de cultura general. Antiguamente, el que nacía en una casa provista de una biblioteca, tenía a su alcance un territorio por explorar.

La biografía de algunas personas de mérito incluye el episodio de descubrimientos venturosos. Pero como pasa también en otros aspectos del desarrollo juvenil, lo que uno tiene en casa suscita menos interés que lo que hay en la casa del vecino. En mi caso, recuerdo haber sentido curiosidad por libros que veía en bibliotecas ajenas, pero no en la que habían hecho mis padres. Quizás sí que soy un desalmado. La gente normal siente apego por sus libros, como por sus amigos. Yo también, pero a mi modo. Por más afecto que les tenga, no me gustaría convivir con ellos. Prefiero perderlos de vista, reencontrarlos, comparar lo que el paso del tiempo ha cambiado en cada uno. Hay algo morboso en releer un libro que lleva años envejeciendo ante mis ojos. Prefiero volver a comprarlo, nuevo, con el papel blanco, bien encuadernado, sin una mota de polvo, como la primera vez que lo leí. Hasta entonces, todos los libros que he leído, siguen en mi memoria. La inmensa mayoría, aparentemente olvidados. No importa. Soy lo que ellos me aportaron en su momento. Y también pueden reaparecer de repente, con una claridad deslumbrante, como si los acabara de leer.

Un mendigo
Eduardo Mendoza
23/dic/2015 (El País)
http://elpais.com/elpais/2015/11/24/icon/1448369970_616867.html

En parte por la crisis, en parte por el flujo migratorio, la mendicidad se ha intensificado en las calles de Barcelona. En un rincón tranquilo de un barrio elegante un hombre joven, sin impedimentos físicos o mentales apreciables y sin tender la mano en ademán suplicante, me dice que le dé algo sin especificar para qué; a mi gesto negativo responde en voz alta: “Vaya, hombre, muchas gracias”. Luego cada uno sigue su camino. En el mío voy pensando si el sarcasmo es genuino o si es una discreta técnica intimidatoria encaminada a crear mala conciencia en el donante potencial. Si es así, debería emplearse cuando haya testigos que luego den para evitar la repulsa. Al margen de su eficacia, la actitud es subversiva por lo que concierne a la mendicidad entendida como lo que ha sido hasta hace poco: un oficio. Seguramente hay libros escritos sobre la mendicidad.No conozco ninguno, pero de mis pobres conocimientos deduzco que no es un fenómeno inherente a nuestra sociedad.

La literatura clásica no la menciona, aunque no faltaran menesterosos y tullidos y el Estado no se ocupara de ellos. Por raro que parezca, la figura del mendigo está ausente en los Evangelios. No la del pobre, pero eso es otra cosa. El mendigo no es solamente una persona necesitada, sino alguien que pide ayuda, cara a cara, a cambio de nada. En este sentido, el mendigo cabal es un producto del cristianismo o, para ser precisos, del concepto nuevo de la caridad: un acto de renuncia material a favor del prójimo que recibirá su recompensa en el cielo. En la Edad Media, la vida religiosa gira prácticamente en torno a este supuesto. La vida contemplativa y la peregrinación quedan para los más industriosos. El común de los mortales acumula pequeños actos de caridad para compensar sus malas obras cuando toque hacer balance de la vida terrenal y en función de eso decidir la eterna. Hasta ahí, el protagonista de la historia es el alma caritativa y el mendigo es un mero sujeto pasivo. El Renacimiento en esto, como en tantas cosas, da la vuelta a la tortilla. Ahora el mendigo se recicla en pícaro, convierte la mendicidad en profesión, cuando no en arte y, de paso, crea un género literario glorioso.

El protestantismo y la ascensión de la burguesía alteran otra vez el panorama. Ambos llevan implícita la condena del mendigo como elemento improductivo. Señoras dadivosas socorren a los necesitados a domicilio, en los miserables habitáculos donde aquellos ocultan su miseria y su inutilidad. Dickens ilustra estas escenas. España no renuncia al folclore de sus pedigüeños. Con la decadencia crónica del país, los mendigos no sólo florecen sino que se especializan. El común ronda las calles, la élite luce sus nafras a la puerta de las iglesias, donde señoras orondas tienden la mano y apartan la mirada con gesticulación de cine mudo. También de la mano del cine la mendicidad vuelve al mundo anglosajón. No sé si Chaplin pide o no pide en su ilustre filmografía, pero en cualquier caso devuelve al indigente su dignidad de antihéroe y le agrega una causa y una ideología. En los tiempos modernos el que da no compra bonos de salvación eterna.

Con su dádiva corrige y justifica el sistema, sea o no responsable directo de sus desajustes. Las calles de Nueva York se pueblan de mendigos que aún siguen ahí, asociados a la moderna indigencia del alcoholismo y la droga. Al término de este repaso vuelvo a mi pedigüeño sarcástico y a mi pregunta original sobre su reacción. Tanto si es un amateur que ignora el protocolo como si es un hábil estratega, lo cierto es que su desdén ha borrado la antigua relación moral o ética entre él y yo. Hoy por ti, mañana por mí, parece ser el mensaje. O: nunca digas de este agua no beberé. A la puerta del supermercado que frecuento se turnan un par de pobres, siempre los mismos. Muchas mujeres, al salir, les dan monedas. Nunca los hombres. Quizá perdura en ellas la vieja bondad que prescinde de la sociología e incluso de la lógica para seguir fluyendo sin trabas ni tonterías.


29 junio 2016

Artículo de Juan Benet

Un precedente

juan Benet
  
(El Pais, 30 AGO 1992)
                                                                                                           
La única referencia que hasta ahora he leído a la guerra civil española como precedente europeo de la crisis yugoslava procede del periodista americano George Will, del Washington Post. De manera un tanto sorprendente, la referencia contiene algunos comentarios satíricos que sin duda resultan chocantes en cualquier opinión sobre tan dramático acontecimiento. En parte como justificación del evidente retraimiento con que Europa y Estados Unidos consideran la intervención en Bosnia-Herzegovina para abortar la agresión serbia, Will reconoce que "el tiempo lo cura todo", tanto más cuanto considera que el nacionalismo catalán, que en su día fue uno de los combustibles más activos de la explosiva mezcla de 1936, se conforma hoy con manifestarse muy cívicamente a través de anuncios publicitarios en la prensa internacional bajo el eslogan Freedom for Catalonia. Tal vez, piensa Will, si en 1936 Europa hubiera volcado el contenido de sus arsenales en España, la guerra civil habría sido más larga y cruenta, pues no dejó de ser una fortuna (una injusta fortuna) que la Legión Cóndor y el CTV tuvieran que enfrentarse a Hemingway, Orwell et al. La hipótesis no puede ser más falaz y si no transpirara toda la hipocresía de las resoluciones internacionales amparadas con el manto protector de un breve de las Naciones Unidas, no merecería el menor comentario.En fecha tan avanzada de la guerra como el mes de marzo de 1938, con el derrumbamiento del frente republicano de Aragón tras la batalla de Teruel, un atribulado León Blum, consciente de los desastrosos resultados que había acarreado la política de no intervención, pensaba que todavía estaba a tiempo de despachar a través de los Pirineos catalanes un cuerpo motorizado francés para liquidar el conflicto en pocas semanas y salvar la república española. El éxito militar parecía fuera de toda duda para estos nuevos 100.000 hijos de San Luis de signo político tan opuesto -cabe decir simétrico- al de sus precursores. Cuenta Thomas que consultado el attaché militar francés en Barcelona, un coronel monárquico y derechista a mayor abundamiento, no pudo dejar pasar la oportunidad para largar su frase histórica: "Monsieur le président du Conseil, je n'ai qu'un mot a vous dire: un roi de France ferait la guerre". Pero la cautelosa voz de la diplomacia, con la vista puesta en las complicaciones de todo orden que podía traer consigo semejante intervención, no podía secundar tan patriótico consejo. Alexis Léger, el timorato secretario general del Quai d'Orsay (el mismo olímpico y bien peinado poeta St. John Perse, premio Nobel de Literatura gracias en parte a su desapasionada amistad con el secretario general de las Naciones Unidas, Dag Hammarskjöld), señaló sin titubeos que la intervención francesa sería considerada un casus belli por Roma y Berlín, en tanto Londres se apartaría decididamente de la política de Blum. La intervención, naturalmente, se frustró pero cabe añadir a la vista de los acontecimientos posteriores (no hay que olvidar que entonces no se había alcanzado el acuerdo de Múnich ni, por supuesto, se había firmado el pacto de no agresión germano-soviético) que si tal casubelli hubiera arrastrado a las potencias involucradas a sus últimas consecuencias, habría sido la menor de las desgracias para España, para Europa y para todos los pueblos envueltos luego en la II Guerra Mundial. Ciertamente, el alcance de visión no era lo que distinguía al poeta de la moderna Anábasis.

No resulta nada temerario afirmar, una vez más, que la pusilánime neutralidad dictada por el Comité de No Intervención en la guerra de España y la política deappeasement que culminaría en Múnich, fueron las credenciales que Hitler y Mussolini necesitaban para lanzarse a la guerra. La Europa de hoy no tiene que encararse a las amenazas de semejantes monstruos y sin embargo tampoco se decide a intervenir en Bosnia-Herzegovina por buen número de razones que, sin ser ninguna convincente, entre todas dibujan un paisaje lo bastante borroso como para paralizar la posible acción: una guerra en Bosnia-Herzegovina, contra el formidable ejército serbio, no sería breve ni incruenta; bien podría prolongarse en una interminable campaña de guerrillas de imprevisibles consecuencias, en un territorio abrupto y difícilmente dominable; no existe una estricta razón de justicia, pues todos los combatientes ejercen la violencia; las fronteras entre las partes en conflicto están entreveradas y los numerosos bandos se definen mediante tan numerosas variables -étnicas, religiosas, culturales, económicas, lingüísticas e ideológicas- que ningún experto puede determinar a priori cuál sería la agenda de una conferencia de paz; y, por último, pero no lo menor, está el prohibitivo coste de la operación, que nadie parece dispuesto a sufragar. En resumidas cuentas, y partiendo de una resolución de las Naciones Unidas poco menos que calcada de la que permitió la guerra del Golfo, cabe decir que lo único de peso es que Belgrado no cuenta en el precio del crudo y en Bosnia-Herzegovina no está en juego un solo barril de petróleo. Los intereses económicos de Europa no pasan por Sarajevo y todo quedaría en orden si se pudiera lavar la cara de la tan cacareada unidad europea con el empleo de unos cuantos cascos azules (en régimen de fregonas) y el envío periódico de ayuda humanitaria. Así que Europa, una Europa unida y no dividida entre fascistas y demócratas, respirará con alivio con cada nueva declaración de intenciones y con la noticia de la llegada de un convoy de víveres a una ciudad sitiada.

Para semejante viaje no se necesitan alforjas y menos el breve de las Naciones Unidas. Por supuesto que sobran las Naciones Unidas tanto como la Asociación para el Fomento de la Palabra Culta, pongo por caso. También la ayuda humanitaria llegó a Barcelona y Valencia y el conflicto español se resolvió como querían que se resolviese quienes lo iniciaron. Basta ese precedente para creer que -pese al bloqueo, las declaraciones conjuntas, las sanciones y la ayuda humanitaria- los serbios resolverán el conflicto de Bosnia-Herzegovina a su manera y con la ayuda del tiempo, si no hay intervención extranjera.
Luego el tiempo lo curará todo y tal vez un día un partido bosnio, sin excesivo rencor, se anuncie en un periódico de Nueva York para pedir respeto y reconocimiento a los caracteres nacionales de su tierra. Nunca me han gustado mucho esos grandes proverbios, como el que invoca Will, y siempre he pensado que son tan certeros como sus opuestos. También el tiempo lo enferma todo, es el primer agente de toda enfermedad. En la cuenta de Will sólo entra la guerra: sus costes, las posibles bajas de los marines, las muertes, daños y sufrimientos de la población civil, la carencia de un beneficio final que justifique el sacrificio, son factores que inducen a pensar que la intervención militar no es recomendable. Incluso deja entrever que superada la crisis actual, se restablecerá la salud por sí sola, como en Cataluña. En su balance no cuentan, por supuesto, los casi cuarenta años de posguerra que un país, aislado por un bloqueo implacable, tuvo que pagar con sus propios recursos por no haber sabido o podido atraer la inversión bélica extranjera. No cuenta la excomunión de decenas de millones de personas de los beneficios de la presunta comunidad europea. Tampoco cuenta, parece innecesario decirlo, la remisión de esa pretendida unidad a las calendas griegas. La comunidad europea con razón se apellida económica, no viendo amenazados sus intereses en Sarajevo no tiene por qué extenderse hasta allí.



07 julio 2015

Artículos de Eduardo Galeano

Manos arriba
Eduardo Galeano
(El País, 1 Jul 2000)

Eduardo Galeano
1. Hace poco, mi casa fue asaltada. Los ladrones se dejaron una sierra (en el mango se lee: Facilitando su trabajo) y un reguero de cosas que tuvieron que abandonar en la estampida. Entre las cosas que pudieron llevarse estaba una computadora que yo acababa de comprar y que iba a ser la primera de mi vida. Mi progreso tecnológico ha sido interrumpido por la delincuencia.Yo bien sé que el episodio carece de importancia, y que, al fin y al cabo, forma parte de la rutina de la vida en el mundo de hoy, pero el hecho es que no he tenido más remedio que agregar rejas a las rejas y que ahora mi casa parece, como todas, una jaula. Como a todos, una nueva dosis de veneno me ha sido inoculada: el veneno del miedo, el veneno de la desconfianza.
2. Es una antigua leyenda china. A la hora de irse a trabajar, un leñador descubre que le falta el hacha. Observa a su vecino: tiene el aspecto típico de un ladrón de hachas, la mirada y los gestos y la manera de hablar de un ladrón de hachas. Pero el leñador encuentra su herramienta, que estaba caída por ahí. Y cuando vuelve a observar a su vecino, comprueba que no se parece para nada a un ladrón de hachas, ni en la mirada ni en los gestos ni en la manera de hablar.
3. El filósofo británico Samuel Johnson decía, a mediados del siglo XVIII: "La seguridad, dé lo que dé, da lo mejor". Dos siglos después, decía el filósofo italiano Benito Mussolini: "En la historia de la humanidad, el policía ha precedido siempre al profesor". Y ahora, grandes carteles nos advierten, en los supermercados: "Sonría: por su seguridad, lo estamos filmando y grabando".
4. Bien lo saben los políticos y los demagogos de uniforme: la inseguridad es el pánico de nuestro tiempo. Y las estadísticas confirman que el mundo está transpirando violencia por todos los poros.
Colombia es el país más violento del mundo. Los asesinatos de todo un año en Noruega equivalen a un fin de semana en Cali o Medellín. Se supone que la violencia colombiana es obra del narcotráfico y de la guerra entre militares, paramilitares y guerrilleros. Pero la organización Justicia y Paz atribuye la mayoría de los crímenes, siete de cada diez, a "la violencia estructural de la sociedad colombiana". Colombia es uno de los países más injustos del mundo: 80% de pobres, 7% de ricos; de cada 100 adultos, 22 están desempleados y 55 trabajan a la buena de Dios, en eso que los expertos llaman mercado informal.
5. En Brasil se roba un auto cada minuto y medio. Durante las horas más peligrosas, que son las horas de la noche, los conductores de vehículos en Río de Janeiro están autorizados a saltarse los semáforos en rojo. Y no sólo se roban autos. Gran éxito está teniendo un escultor de alegorías de carnaval, que está fabricando guardias virtuales para las empresas de seguridad: son maniquíes de uniforme policial, hechos de fibra de vidrio, con microcámaras en lugar de ojos. Otros guardias, de carne y hueso, disparan y matan y preguntan después. Muchas de sus víctimas son niños de la calle.
Brasil es, como Colombia, un país violento y un país injusto: el más injusto del mundo, el que más injustamente distribuye los panes y los peces. Veintiún millones de niños viven, sobreviven, en la miseria.
Hélio Luz, que hasta hace poco fue jefe de policía en Río, recordó recientemente, en una entrevista, que la policía brasileña no nació para proteger a los ciudadanos: fue creada, en l808, para controlar a los esclavos.
Los esclavos eran negros, y negros son, hoy día, la mayoría de sus víctimas.
6. Los policías y los políticos latinoamericanos acuden en peregrinación a Nueva York. Allí aprenden la fórmula mágica contra la delincuencia. La tolerancia cero se aplica hacia abajo, como la represión cero se aplica hacia arriba. Esta criminalización de la pobreza castiga al delincuente antes de que viole la ley. Hasta los graffitis merecen castigo porque delatan "una conducta protocriminal".
La delincuencia ha disminuido en Nueva York y en todo el territorio estadounidense. Pero no como resultado de la política de intolerancia: la mano dura sólo ha servido para multiplicar los horrores policiales contra los negros en el reino del alcalde Giuliani. Como bien dice el juez argentino Luis Niño, la tasa de criminalidad ha caído en Estados Unidos en la misma medida en que ha subido la tasa de ocupación: hay menos delito porque hay pleno empleo.
El milagro del pleno empleo, o de algo que, en todo caso, se le parece bastante, ha sido posible en este país que tiene al mundo entero trabajando para él. Pero la inseguridad es un buen negocio, y las cárceles privadas necesitan presos como los pulmones necesitan aire. Más vale prevenir que curar: cuantos menos delitos se cometen más presos hay. En los últimos 15 años, por poner un ejemplo, se ha multiplicado por tres la cantidad de menores de edad encerrados en cárceles de adultos, "para que los chicos se conviertan en adultos productivos", como explica James Gondles, vocero de las empresas privadas que se ocupan de encerrar gente en el país que tiene la mayor cantidad de presos en el mundo.
Eduardo Galeano es escritor y periodista uruguayo, autor de Las venas abiertas de América Latina y Memorias del fuego. © IPS / Comunica.

Escuela del Crímen,
Eduardo Galeano 
(El País,11 jul 1996)
Economía de importación, cultura de impostación, reino de la tilinguería: estamos todos obligados a embarcarnos en el crucero de la modernización. En las aguas del mercado, la mayoría de los navegantes está condenada al naufragio; pero la deuda externa paga, por cuenta de todos, los pasajes de la minoría que viaja en primera clase. Los empréstitos de la banquería mundial, que permiten atiborrar de nuevas cosas inútiles a la minoría consumidora, actúan al servicio del purapintismo de nuestras clases medias y de la copianditis de nuestras clases altas; y la televisión se encarga de convertir en necesidades reales a las demandas artificiales que el norte del mundo inventa sin descanso y exitosamente proyecta sobre el sur y sobre el este.Pero ¿qué pasa con los millones y millones de jóvenes latinoamericanos condenados a la desocupación o a los salarios de hambre? Entre ellos, la publicidad no estimula la demanda, sino la violencia; entre ellas estimula la prostitución. Los avisos proclaman que quien no tiene no es: quien no tiene auto, o zapatos importados, o perfumes importados, es un nadie, una basura; y así la cultura del consumo imparte clases para el multitudinario alumnado de la escuela del crimen.
Al apoderarse de los fetiches que brindan existencia a las personas, cada asaltante quiere ser como su víctima. La tele ofrece el servicio completo: no sólo enseña a confundir la calidad de vida con la cantidad de cosas, sino que además brinda cotidianos cursos audiovisuales de violencia, que los videojuegos complementan. El crimen es el espectáculo más exitoso de la pantalla chica. "Golpea antes de que te golpeen", aconsejan los maestros electrónicos de niños y jóvenes. "Estás solo, sólo cuentas contigo". Coches que vuelan, gente que estalla: "Tú también puedes matar".
Crecen las ciudades, las ciudades latinoamericanas ya están siendo las más grandes del mundo, y con "las ciudades, a ritmo de pánico, crece el delito. Ciudades insomnes: unos no duermen por la necesidad de atrapar las cosas que no tienen, otros no duermen por el miedo de perder las cosas que tienen.
La ansiedad consumidora no es la única profesora de la escuela del crimen. Ella actúa acompañada por la injusticia social, una profesora muy eficaz en sociedades donde la opulencia ofende escandalosamente al hambre, y también dicta allí sus lecciones la impunidad del poder, que enseña predicando con el mal ejemplo en sociedades donde los que mandan matan y roban sin remordimiento ni castigo.
Este mundo del final de siglo, que convida a todos al banquete pero cierra la puerta en las narices de la mayoría, es al mismo tiempo igualador y desigual. Nunca el mundo ha sido tan desigual en las oportunidades que brinda, pero tampoco ha sido nunca tan igualador en las ideas y las costumbres que impone. La igualación obligatoria, que actúa contra la diversidad cultural del bicho humano, impone un totalitarismo simétrico al totalitarismo de la desigualdad de la economía, impuesto por el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y otros fundamentalistas de la libertad del dinero. En el mundo sin alma que se nos obliga a aceptar como único mundo posible no hay pueblos, sino mercados; no hay ciudadanos, sino consumidores; no hay naciones, sino empresas; no hay ciudades, sino aglomeraciones; no hay relaciones humanas, sino competencias mercantiles.
Nunca ha sido menos democrática la economía mundial, nunca ha sido el mundo más escandalosamente injusto. La desigualdad se ha duplicado en treinta años. En 1960, el 20% de la humanidad, el que más tenía, era treinta veces más rico que el 20% que más necesitaba. En 1990, la diferencia entre la prosperidad y el desamparo había crecido al doble, y era de sesenta veces. Y en los extremos de los extremos, entre los ricos riquísimos y los pobres pobrísimos, el abismo resulta mucho más hondo. Sumando las fortunas privadas que año tras año exhiben, con obscena fruición, las páginas pornofinancieras de las revistasForbes y Fortune, se llega a la conclusión de que 100 multimillonarios disponen actualmente de la misma riqueza que 1.500 millones de personas.
La desigualación económica tiene quien la mida. El Banco Mundial, que tanto hace por multiplicarla, la confiesa, por ejemplo, en su World development report de 1993. Y la confirman las Naciones Unidas(United Nations developmentprogramme, Human development report,1994). La igualación cultural, en cambio, no se puede medir. Sus demoledores progresos, sin embargo, rompen los ojos. Los medios de comunicación de la era electrónica, mayoritariamente puestos al servicio de la incomunicación humana, nos están otorgando el derecho a elegir entre lo mismo y lo mismo, en un tiempo que se vacía de historia y en un espacio universal que tiende a negar el derecho a la identidad de sus partes. Se hace cada vez más unánime la adoración de los valores de la sociedad de consumo.
La economía mundial necesita un mercado de consumo en perpetua expansión para que no se derrumben sus tasas de ganancia, pero a la vez necesita, por la misma razón, brazos que trabajen a precio de ganga en los países del sur y el este del planeta. La segunda paradoja es hija de la primera: el norte del mundo dicta órdenes de consumo cada vez más imperiosas, dirigidas al sur y al esté, para multiplicar a los consumidores, pero en mucho mayor medida multiplica a los delincuentes.
La invitación al consumo es una invitación al delito. Leyendo las páginas policiales de los diarios se aprende más sobre las contradicciones sociales que en las páginas sindicales o políticas. Allí están los alegres mensajes de muerte que la sociedad de consumo emite.

Noticias de los nadies
Eduardo Galeano
(El país, 27 Enero 1996)

Hasta hace 20 o 30 años, la pobreza era fruto de la injusticia. Lo denunciaban las izquierdas, lo admitía el centro, rara vez lo negaban las derechas. Mucho han cambiado los tiempos en tan poco tiempo: ahora la pobreza es el justo castigo que la ineficiencia merece o, simplemente, es un modo de expresión del orden natural de las cosas. La pobreza puede merecer lástima, pero ya no provoca indignación: hay pobres por ley de juego o fatalidad del destino.El código moral de este fin de siglo no condena la injusticia, sino el fracaso.
Hace unos meses, Robert McNamara, que fue uno de los responsables de la guerra de Vietnam, escribió un largo arrepentimiento público. Su libro In retrospect (Times Books, 1995) reconoce que esa guerra fue un error. Pero esa guerra, que mató a tres millones de vietnamitas y a 58.000 norteamericanos, fue un error porque no se podía ganar, y no porque fuera injusta. El pecado está en la derrota, no en la injusticia.
Con la violencia ocurre lo mismo que ocurre con la pobreza. Al sur del planeta, donde habitan los perdedores, la violencia rara vez aparece como un resultado de la injusticia. La violencia casi siempre se exhibe como el fruto de la mala conducta de los eres de tercera clase que habitan el llamado Tercer Mundo, condenados a la violencia porque ella está en su naturaleza: la violencia corresponde, como la pobreza, al orden natural, al orden biológico o quizá zoológico de un submundo que así. es porque así ha sido y así seguirá siendo.
Mientras McNamara publicaba su, libro sobre Vietnam, dos países latinoamericanos, Guatemala y Chile, atrajeron, por asombrosa excepción, la atención de la opinión pública norteamericana.
Un coronel del Ejército de Guatemala fue acusado del asesinato de un ciudadano de Estados Unidos y de la tortura y muerte del marido de una ciudadana de Estados Unidos. Desde hacía unos cuantos años, se reveló, ese coronel cobraba sueldo de la CIA. Pero los medios de comunicación, que difundieron bastante información sobre el escandaloso asunto,, prestaron poca importancia al hecho de que la CIA viene financiando asesinos y poniendo y sacando Gobiernos en Guatemala desde 1954. En aquel año, la CIA organizó, con el visto bueno del presidente Eisenhower, el golpe de Estado que volteó al Gobierno democrático de Jacobo Arbenz. El baño de sangre que Guatemala viene sufriendo desde entonces ha sido siempre considerado natural, y raras veces ha llamado la atención de las fábricas de opinión pública. No menos de 100.000 vidas humanas han sido sacrificadas, pero ésas han sido vidas guatemaltecas y, en su mayoría, para cohno del desprecio, vidas indígenas.
Al mismo tiempo que revelaban lo del coronel en Guatemala, los medios informaron de que dos altos oficiales de la dictadura de Pinochet habían sido condenados a prisión en Chile. El asesinato de Oswaldo Letelier constituía una excepción a la norma de la impunidad, y este detalle no fue mencionado. Impunemente habían cometido muchos otros crímenes los militares que en 1973 asaltaron el poder en Chile, con la colaboración confesa del presidente Nixon. Letelier había sido asesinado, con su secretaria norteamericana, en la ciudad de Washington¡ ¿Qué hubiera ocurrido si hubiera caído en Santiago de Chile o en cualquier otra ciudad latinoamericana? ¿Qué ocurrió con el general chileno Carlos Prats, impunemente asesinado, con su esposa, también chilena, en Buenos Aires, en 1970

Automóviles imbatibles, jabones prodigiosos, perfumes excitantes, analgésicos mágicos: a través de la pantalla chica, el mercado hipnotiza al público consumidor. A veces, entre aviso y aviso, la televisión cuela imágenes de hambre y guerra. Esos horrores, esas fatalidades, vienen del otro mundo, donde el infierno acontece, y no hacen más que destacar el carácter paradisiaco de las- ofertas de la sociedad de consumo. Con frecuencia, esas imágenes vienen de Africa. El hambre africana se exhibe como una catástrofe natural, y las guerras africanas no enfrentan a etnias, pueblos o regiones, sino a tribus, y no son más que cosas de negros. Las imágenes del hambre jamás aluden, ni siquiera de paso, al saqueo colonial. Jamás se menciona la responsabilidad de las potencias occidentales que ayer desangraron África a través de la trata de esclavos y el monocultivo obligatorio y hoy perpetúan la hemorragia pagando salarios enanos y precios de ruina. Lo mismo ocurre con las imagenes de las guerras: siempre el mismo silencio sobre la herencia colonial, siempre la misma impunidad para los inventores de las fronteras falsas que han desgarrado África en más de cincuenta pedazos, y para los traficantes de la muerte, que desde el Norte venden las armas para que el Sur haga las guerras. Durante la guerra de Ruanda, que brindó las más atroces imágenes en 1994 y buena parte de 1995, ni por casualidad se escuchó en la tele la menor referencia a la responsabilidad de Alemania, Bélgica y Francia. Pero las tres potencias coloniales habían contribuido sucesivamente a hacer añicos la tradición de tolerancia entre los tutsis y los hutus, dos pueblos que habían convivido pacíficamente, durante varios siglos, antes de ser entrenados para el exterminio mutuo.

23 marzo 2015

Artículos de Juan Goytisolo

Novela, música y poesía                                                                    
Juan Goytisolo
Juan Goytisolo
(El País, 25 de noviembre de 2014)

Uno. La relación entre poesía y novela parte de un hecho diferencial: mientras la segunda no cabe en el ámbito estricto de la primera, la poesía a la inversa sí. La prosa de aquella puede asumir un ritmo poético si el autor dispone de un oído musical abierto a los diferentes registros del habla e invita a una lectura en voz alta. Desde la cadencia y el uso de símiles que hallamos en Faulkner a la concepción de la obra total como un vasto poema conforme al modelo de La muerte de Virgilio de Broch el abanico de posibilidades es infinito.

Releyendo recientemente Bajo el volcán de Malcom Lowry encontré imágenes (“nubes como cisnes sombríos”) de belleza conmovedora. Al dar con la “súplica muda de los alcornoques” evoqué el tronco descorchado rojizo de los que contemplaba en los veraneos de mi niñez e imaginé al punto los del Parque Natural de la Almoraima con su imploratorio ademán ante la crasa barbarie que los amenaza: la devastación de aquel bello paraje ecológico en aras del insaciable apetito inmobiliario que nos llevó a la maldita burbuja. Un hotel de cinco estrellas con bungalows, piscinas y campos de golf destinados, a falta de un hipotético comprador indígena, a algún honestísimo magnate ruso o a un jeque golfante de los del Golfo.

Dos. Si, salvo raras excepciones, el relato anterior a Cervantes era como un instrumento musical de una sola cuerda, nuestro primer escritor inventó otro en el que diversos instrumentos se conjugan de forma armónica: el de esas variaciones sinfónicas que se impondrían en la narrativa del siglo XIX. La novela como sinfonía alcanzó su cumbre en dicha centuria. Ulises marca también un punto de inflexión que pone fecha de caducidad a la reiteración de las formas narrativas de Balzac y Galdós. Sin su novedad constitutiva la obra de arte cesa de existir aunque el público lector, atento solo a la trama argumental de la novela que tiene entre las manos, no se percate de ello.

Tres. Paul Valéry definía el poema como “una oscilación entre el sentido y el sonido”. Tal formulación, aunque válida, es solo aproximativa en cuanto no abarca la complejidad de los problemas que nos planteamos. ¿No sería mejor por ejemplo hablar de conjunción de intensidad semántica y belleza musical? La poesía, según la concebimos a partir de Baudelaire, comprende una gama de registros distintos, pero excluye todo tipo de retórica y didactismo, por no hablar de la facilidad ripiosa en la que tanto incurrieron nuestros románticos. Es, por decirlo así, una poesía antilírica, centrada en un esfuerzo de decantación. Dicho esfuerzo por partida doble —reducción del vocabulario y ahondamiento de la relación sintáctica en el interior de éste (Kundera dixit)— marca con su sello inconfundible la modernidad intemporal a la que aspira el poeta: libre de toda ornamentación verbal, del jadeo cansino de quien estira el verso para alcanzar la meta de cumplir ingenuamente consigo mismo o de responder a la espera del público (tal fue el caso a veces de Victor Hugo y en nuestra lengua del Neruda propagandístico).

Lo que nos dice San Juan puede ser interpretado de modos muy distintos sin alterar por ello la unidad

Cuatro. Como esa flor que milagrosamente se abre paso entre el agrietado alquitrán al borde de un sendero así la belleza del poema emerge con fuerza del subsuelo que abriga lo clandestino. Es el murmullo que llega a nuestro oído en medio del ruido mediático de lo inane y efímero. Trabajar con la palabra es volver al arte humilde del calígrafo, a la época en la que el material prefabricado no existía y el arte surgía con sencillez de las manos curtidas del artesano.

El artista, ya sea músico, poeta o novelista que abandona el recurso a las cláusulas del canon establecido y se exilia del mismo, busca como un zahorí la radicalidad del origen, de lo increado que aguarda con paciencia el acto virtual de la creación.


Cinco. “Lo que importa en un poema”, dice I. A. Richards citado por Eliot, “no es nunca lo que dice sino lo que es”. La observación se ciñe escrupulosamente a la verdad y vale tanto para Góngora como para San Juan de la Cruz. El argumento de Las soledades (¿cabe hablar de él en la inabarcable creación gongorina?) carece de relevancia. La obra es lo que es, una extraordinaria construcción verbal entretejida de tensiones semánticas que el artífice ha elaborado con enrevesada nitidez. Lo mismo se aplica al verbo alquitarado de San Juan: lo que nos dice puede ser interpretado de modos muy distintos sin alterar por ello la unidad y substancia de lo que es (la interpretación del autor en su prólogo a Canto espiritual es una entre mil otras y en vez de aclarar su sentido lo complica y extravía al lector y al otro posible destinatario del mismo: el señor inquisidor).


Seis. Mientras redacto estas notas releo a Octavio Paz: pocos escritores han señalado con tanta justeza y nitidez la urgencia de introducir el pensamiento crítico del lenguaje en el ámbito de la creación poética y novelesca e, inversamente, de una aconsejable dosis de imaginación en el pensamiento crítico. Lo que en los medios de comunicación se vende por crítica es una mera apreciación subjetiva, y a veces venal, carente en cualquier caso del conocimiento interdisciplinario y de la sensibilidad indispensable para captar el significado de la obra en el contexto de la evolución de los géneros. Dicha seudocrítica mide a menudo la importancia de un libro por el número de quienes lo adquieren obviando el hecho de que una cosa es la innovación y otra muy distinta la visibilidad y apoteosis mediática. La mayor parte de las obras que se imponen en el mercado pertenecen al “género de las ya leídas antes de haber sido escritas”: simple reiteración, pura redundancia. Pero vuelvo a Octavio Paz y a su reflexión luminosa en unos tiempos en los que la mediocre cultura ambiental y la indigencia crítica reducen la vida literaria a los avatares de una grotesca y pueril competición deportiva (Fulano de tal “triunfa” en Fráncfort, Mengano bate récords de venta en su caseta-jaula del zoo-Feria de Madrid, etcétera): “Prosa y poesía libran en el interior de la novela una batalla, y esa batalla es la esencia de la novela: el triunfo de la prosa convierte a la novela en documento psicológico, social o antropológico; el de la poesía la transforma en poema. En ambos casos desaparece como novela. Para ser, la novela tiene que ser al mismo tiempo prosa y poesía, sin ser enteramente ni lo uno ni lo otro”.

Una cosa es en un libro la innovación y otra muy distinta la visibilidad y apoteosis mediática

Siete. El lector de la gran poesía se adentra en un mundo que exige de él una sensibilidad, rigor y experiencia que trascienden las coordenadas de la época y del ámbito local. Los lectores apresurados de ella suelen errar y transmitir su yerro a las generaciones sucesivas. Consulto, porque lo tengo a mano, Función de la poesía y función de la crítica de T. S. Eliot traducido hace más de medio siglo a nuestra lengua por Jaime Gil de Biedma: “La persona de experiencia limitada está siempre dispuesta a dejarse engañar por la falsificación o el artículo adulterado y así vemos generación tras generación de lectores bisoños engañarse con lo ficticio y amañado de la propia época, prefiriéndolo incluso, por ser más fácilmente asimilable, al producto genuino”.

La obra de San Juan de la Cruz y de Góngora, por citar dos ejemplos, no incidió en la de nuestros poetas de los siguientes siglos y público y crítica se extasiaron en cambio ante Espronceda (“un piano tocado con un solo dedo”, dijo de él con humor Eugenio d’Ors) y aún ante Zorrilla (“una pianola”, añadiría d’Ors, “y como el que se cansa pedaleando es él...”). Con todo, el verdadero poeta obliga a regresar a la fuente de la que mana el verso. Leer poesía es avezarse al arte del regreso, a la vuelta atrás. La verdadera poesía, como el vino añejo, se decanta y mejora con el tiempo.

Ocho. “Considero el verso una cosa intermedia, un paso de la música a la prosa. En la prosa hablamos libres. Podemos incluir ritmos musicales y, a pesar de ello, pensar. Podemos incluir ritmos poéticos y, sin embargo, estar fuera de ellos. Un ritmo ocasional de verso no estorba a la prosa; un ritmo ocasional de prosa hace tropezar al verso” (Fernando Pessoa, Libro del desasosiego, traducción de Ángel Crespo).


El caldo de cultivo del fanatismo
Juan Goytisolo
(El País, 26 de octubre de 2014)

Uno. Cuando preparaba los guiones de la serie televisiva Alquibla sobre la sociedad, cultura y artes del mundo islámico, destinada a romper los clichés sobre el mismo y mostrar su enriquecedora variedad en el marco de un saber ecuménico, incluí uno sobre la preceptiva peregrinación a La Meca y Medina en la línea de lo narrado primero por Ibn Battuta y luego por Alí Bey y Richard Burton. Contaba para ello con un material valioso: el testimonio escrito de los moriscos que viajaban secretamente a los lugares santos del islam a lo largo del siglo XVI. La descripción ingenua pero precisa de los ritos de lo que denominaban romeaje o alhache del Mancebo de Arévalo y del anónimo autor de las Coplas de Puey Monzón exponía a la luz la problemática oculta de una comunidad oprimida que no buscaba como en el caso del paisano manchego de Sancho Panza la libertad de conciencia sino el retorno a las fuentes de su fe. Redacté así un texto basado en el relato de esos peregrinos y antes de iniciar mis gestiones con las autoridades saudíes se lo confié al presidente del Consejo Europeo de Mezquitas, a quien conocía a través de amigos comunes, para obtener su visto bueno y verificar que no se distanciaba de la exactitud que exigía el tema. El interesado me dio la luz verde y tuvo la amabilidad de acompañarme a la Embajada del reino saudí en Madrid, en donde presenté el escrito que servía de base al futuro guion al agregado cultural de aquella.

Sabía que por el hecho de no ser musulmán mi acceso a las ciudades santas planteaba problemas, y en razón de ello propuse filmar el episodio con un equipo de musulmanes españoles que viajarían conmigo y me asesorarían a lo largo del rodaje. El diplomático me acogió cordialmente y dijo que transmitiría mi proyecto a las autoridades que debían decidir sobre él. Quedó en contactarme antes de 15 días pero el plazo terminó sin noticia alguna, y en una nueva conversación, tras asegurarme que no dudaba de mis buenos propósitos, me sugirió que colaborara con un equipo saudí. Acepté la idea para salvar el filme pero pasaron los días y ese silencio administrativo —el de dar largas al asunto— me convenció de la inutilidad del empeño. Renuncié pues al episodio no sin expresar antes a quienes habían leído mi texto que estos exquisitos escrúpulos sobre mi presencia en los lugares santos no se habían manifestado 10 años antes, cuando en 1979 las autoridades de Riad reclamaron la intervención de centenares de gendarmes franceses, obviamente no musulmanes, para aplastar a sangre y fuego la rebelión de los peregrinos chiíes en el mismísimo Bayt al Haram. El lance se saldó con numerosísimas víctimas y puso de relieve las contradicciones que minan la credibilidad de un poder que se erige en referente religioso de más de 1.300 millones de fieles en cuanto guardián de los lugares santos.

Dos. La escuela jurídico-doctrinal hanbalí —la más estricta de las cuatro juzgadas ortodoxas por los suníes—, revigorizada más tarde por la doctrina de Ibn Taimiya, fue la fuente en la que se embebió siglos más tarde el teólogo Abd al-Wahhab, cuyas ideas inspiraron a su vez a Ibn Saúd, ancestro de la actual dinastía, lo que más tarde se denominaría el wahabismo, fundado en la solidaridad religioso-tribal tan bien analizada por Ibn Jaldún. El rigorismo extremo de Abd al-Wahhab y de las tribus que se adueñaron de La Meca y Medina 50 años antes de la llegada a los lugares santos de nuestro compatriota Alí Bey suscitó en este unas reflexiones que deben ser analizadas a la luz de lo que ocurrió después. Sus ideales religiosos y sociales, dice en síntesis, encontrarán un grave obstáculo a su difusión en las ciudades y regiones musulmanas más avanzadas a causa de la extrema rigidez de sus principios, incompatibles con las costumbres de las naciones que disfrutaban de los adelantos de la civilización, “de manera que si los wahabíes no ceden un poco en la severidad de estos principios me parece imposible que su doctrina pueda propagarse a otros países más allá del desierto”.

Lo que no podía prever Domingo Badía, tal era el nombre auténtico de Alí Bey, era que el descubrimiento del petróleo en los años veinte del pasado siglo procuraría al reino de Arabia Saudí unos fabulosos recursos económicos que extenderían su influencia a todos los ámbitos del orbe musulmán. Como escribe Luz Gómez García en su excelente Diccionario de islam e islamismo, “el proselitismo saudí ha dado lugar a la fundación y financiación de una extensa red de establecimientos educativos y culturales de inspiración wahabí por todo el mundo, vehículo de la reislamización social de amplias capas desislamizadas o islamizadas en sentido contrario al suyo”.

Las ideas de Abd al-Wahhab inspiraron lo que más tarde se denominaría el wahabismo
Centenares de mezquitas, madrasas y fundaciones piadosas con su personal cuidadosamente encuadrado proliferan ahora tanto en los países musulmanes como en Europa y son una almáciga de salafistas que sirven de caldo de cultivo al extremismo religioso que ensangrienta vastas regiones de Dar al Islam. Las prédicas inflamadas de los imames que ocupan los espacios televisivos de muchos canales del Golfo contribuyen a ello y no son objeto de censura en la medida en que no cuestionan el orden jurídico-religioso del reino de los Ibn Saúd.

Tres. Las relaciones conflictivas de las monarquías petroleras y los diferentes movimientos de inspiración salafista a lo largo del último medio siglo han sido objeto de numerosos análisis por los arabistas y estudiosos en la materia. Para ceñirme a mi experiencia argelina no está de más recordar que el desastroso programa de arabización de Bumedián y la importación de centenares de profesores formados en Arabia Saudí fueron una de las razones determinantes del auge islamista que cuajó en el Frente Islámico de Salvación, cuya victoria en la primera vuelta de las elecciones legislativas de diciembre de 1991 provocó la suspensión de estas y el encarcelamiento de la cúpula del FIS, causa a su vez de la sangrienta guerra civil de la década de los noventa que se cobró más de 130.000 víctimas. Sobrepasado por el giro de los acontecimientos, Riad anatematizó la deriva extremista del Grupo Islámico Armado como lo haría 20 años más tarde —tras el triunfo de los Hermanos Musulmanes en los comicios egipcios y su aplicación de unos planes vistos con sospecha por los guardianes del orden jurídico-religioso del reino— con la hermandad creada por Hasan al-Banna, tildada de terrorista a raíz del golpe militar del mariscal Al Sisi. En ambos casos, las criaturas engendradas por el rigorismo doctrinal saudí lo forzaron a tomar posición frente a ellas en un difícil ejercicio de equilibrio entre su doctrina e intereses estratégicos.

Como un aprendiz de brujo, el reino de los Ibn Saúd afronta hoy el desafío de la proclamación del califato islámico por las huestes de un salafismo radical llevado a sus últimas consecuencias y en cuyas filas, como en Al Qaeda, figuran numerosos combatientes de la Península arábiga. Pese a ser la referencia religiosa del islam suní, Riad, aunque sin agregar sus tropas al Ejército iraquí y peshmergas kurdos que frenan su ofensiva, forma parte de la coalición occidental que lo combate. En otras palabras, aplaude por un lado la campaña militar de los “cruzados”, como lo acusan las redes sociales de la nebulosa extremista, mientras suministra por otro sus armas a los grupos yihadistas que luchan contra El Asad por la amenaza que representa el llamado “arco chií” en su rivalidad estratégica y religiosa con Teherán por la supremacía espiritual en el mundo islámico.

La sociedad saudí está descontenta por la rigidez religiosa y el injusto reparto de la riqueza
No obstante, el férreo control del sistema, la sociedad saudí bulle hoy de un descontento provocado por el rígido encuadre religioso y tribal y la injusta distribución de la riqueza procedente del oro negro. El país es una olla de presión en la que hierve una contestación que no se puede aplacar con los paños fríos de las cautelosas reformas emprendidas por el actual monarca ni con la improvisada asistencia social a la masa de los desfavorecidos.

Cuatro. Vuelvo al episodio de mi frustrado documental sobre la peregrinación cuyo escrito incluí en mi libro De la Ceca a la Meca mientras hojeo las estadísticas de la increíble tasa de analfabetismo en el mundo árabe y constato la incapacidad de sus sistemas educativos para enfrentarse a los desafíos de la modernidad más allá de las meras innovaciones tecnológicas. El dinero que se derrocha hoy en gastos suntuarios y promoción de su imagen o marca no se destina en ningún caso a colmar dicho vacío. El adoctrinamiento excluye totalmente el rico legado literario y filosófico de los primeros siglos de la gran cultura islámica bajo los omeyas, abasíes y en el Andalus.

Recuerdo que un tiempo después de mi fracaso recibí una invitación de Riad para asistir allí a un coloquio sobre el diálogo intercultural. Pero en un país en donde Ibn Rush (Averroes) está prohibido por ser racionalista, Ibn Arabi por místico y Las mil y una noches por “licenciosa”, me dije para mis adentros, ¿de qué clase de cultura estarían hablando?