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29 mayo 2006

Al filo de los días - Esperando a Caronte

Este blog se actualizará los días
1 y 15 de cada mes.



Los telediarios, los programas llamados del corazón y hasta las tertulias televisivas de estilo indefinido y tertulianos aún más indefinibles, no hacen otra cosa que hablar sobre el estado crítico de determinada estrella de la canción, aquejada de una mortal e irreversible enfermedad. Se hacen todo tipo de comentarios y de conjeturas, incluso se lanza al aire, ante el estupor de unos, la incredulidad de otros y la creencia dolorida de algunos, de que el fallecimiento se ha producido hace horas, aunque se desmiente después tan agorera y terrible afirmación.

Los espectadores del rectángulo parpadeante asistimos atónitos al desfile de personajes y personajillos ávidos por dar las mejores y últimas noticias, arrebatándose unos a otros el siniestro privilegio de ser el portavoz del final anunciado, y secretamente deseado por las ganancias que conlleva la triste noticia, y la que le proporcionaría al primer vocero el ansiado, aunque dudoso, protagonismo; al igual que toda ave carroñera espera desde el altozano la culminación de la lenta agonía de su futura presa. Todo es cuestión de paciencia y tiempo, porque unos y otros saben que ya no hay escapatoria para el ser agonizante y doliente, a ratos, y en otros sumido en la más absoluta inconsciencia que le hace olvidar su propia agonía, su inminente fallecimiento que todos esperan y al que parecen conjurar vistiéndose de negro con anticipada previsión que le pondría los pelos de punta a la moribunda si pudiera darse cuenta de ello, y por eso esperan la culminación necesaria de un lento, agónico, y terrible proceso al que sólo puede culminar la muerte y sus siniestras labores.

Todos los que la velan, de cerca o a distancia, unos, los menos, unidos por el amor, sobre todo el hombre que ha sabido mantener la dignidad y la cordura en todo el circo que los rodea mientras mira, sumido en la impotencia y el dolor, el lento discurrir hacia la muerte de su compañera en vida; y otros, los más, por el interés mediático que la muerte suscita cuando viene a llevarse la vida de un famoso, lo que proporciona notoriedad a quienes rodean al moribundo, velándolo en la muerte, aunque no supieran o quisieron amarlo en vida.

Todos esos familiares, más o menos cercanos, como los amigos de dudosa confianza e intimidad, han obtenido su minuto de gloria gracias a la agonizante que libra su última batalla en la soledad que siempre proporciona el anuncio de la pronta visita de Tánato y que la deja aislada en una terrible soledad, bien por la inconsciencia en la que se halla, o por la secreta e íntima claudicación de la moribunda que en estos momentos mira al único paisaje que le es permitido y que sólo existe en esa dimensión, o tierra de nadie, que es el territorio ignoto entre la vida y la muerte

Antes o después, con una excusa u otra, todos han hablado, comentado, anunciado y reivindicado ser los auténticos conocedores de la verdadera gravedad de la moribunda que no habla, ni oye, ni ve, a no ser esa luz radiante que empieza a serle visible entre tantas tinieblas, tanto amor interesado, y tanta amistad fingida y ávida de notoriedad en la prensa, en la televisión o ante cualquier auditorio interesado en saber las últimas noticias de ese mito nacional que se debate entre la vida y la muerte. El único ser próximo a la enferma, en el sentimiento y la intimidad, es quien no ha pronunciado una sola palabra en los últimos días, quizá avergonzado del espectáculo en el que han convertido, propios y extraños, a la enfermedad y a la agonía de quien es su referente vital y, por ello,a la que ahora está más unido que nunca ante la proximidad de la muerte que es siempre la que dice la última palabra y, sabedor de ello, mantiene un silencio respetuoso y digno que le hace ser merecedor de todos los elogios.


Los periodistas, ávidos de cazar noticias al vuelo, no descansan ni de día ni de noche, esperando que en cualquier momento salga del interior de la casa alguien que sea el portavoz oficial de la familia para comunicar la triste noticia, pero no por eso menos esperada, del final de esa gran figura a la que todos dicen querer y de la que todos sacarán provecho, de una u otra forma, porque bien es sabido que la muerte de alguien famoso es siempre terreno abonado pora múltiples ganancias de dudosa procedencia ,y más aun, de dudosa ética

El corazón de la enferma, además de grande, es muy fuerte, según afirma su médico personal, y está presentando batalla sin dejarse amilanar por la señora de negro (o blanco, según las culturas) que espera a los pies de la cama, sabiendo que siempre, y sin excepción, es la ganadora final de todas las batallas. La moribunda también lo sabe con la lucidez absoluta que tienen los que están ya entrando en esa zona en la que todas las oscuridades desaparecen y sólo queda la infinita luz clarificadora que ilumina el camino de quien parte rumbo a la eternidad que le aguarda.

Mientras tanto, un hombre, a su lado, también muere en el silencio y el dolor sin palabras en el que todas están contenidas, porque sabe que la mujer que agoniza no sólo se llevara consigo su propia vida y su dolor como ofrenda, sino el sentido de la propia vida de él y de la de sus hijos que quedan doblemente huérfanos: de su madre y de la propia inocencia ya perdida, porque no hay mejor antídoto para ella que el dolor vivido tempranamente.

Mientras el guirigay mediático continúa en una demostración de preocupación y afecto, exigentes y ávidos de noticias, hacia quien sólo necesita y suplica en silencio y en su soledad moribunda que la dejen, si no vivir porque ya es demasiado tarde, sí morir tranquila, en la paz y el silencio que es el preámbulo necesario para que el tránsito definitivo hacia la otra orilla no sea el tributo a pagar por haber sido famoso en vida y, por ello, deba morir ante los focos, los aplausos y el exhibicionismo irrespetuoso de quienes hacen verdad ese dicho de que "quien bien te quiere te hará llorar", pero lo más sarcástico es que en este caso, como en otros muchos similares, el que llora es el moribundo y los que de verdad le quieren, pero no los que sólo explotan su enfermedad y su sufrimiento y que quedará patente en futuras exclusivas. En una parábola cínica, en esta ocasión como en tantas otras, el llanto es anterior al fallecimiento, para que así el muerto, cuando le llegue la hora final, haya llorado, con antelación a su entierro, de pena, de impotencia y, sobre todo, de asco.


Al barquero, Caronte, los muertos le tenían que pagar para que los llevara en su barca hasta la otra orilla. En la actualidad mediática, el muerto paga con su sufrimiento acosado, y con antelación, al fúnebre barquero y estaría dspuesto a que se lo llevara antes y lejos de tanto admirador preocupado, de tanto periodista con ansias informativas y de tanto pariente aprovechado. Aunque, no habría Caronte alguno capaz de librar a ninguno de sus famosos pasajeros de la persecución preocupada y vigilante de quienes, propios y extraños, revolotean alrededor del lecho del moribundo esperando la noticia fatal, la primicia o la herencia, porque seguro es que, en la otra orilla, lo estarían también aguardando los fotógrafos, los admiradores y los parientes acongojados, ya que no hay Caronte que valga que sea capaz de sortear a tanto pelmazo bienintencionado, a tanto profesional informante y desinformado o, simplemente, a tanto pariente friamente interesado.




Ana Alejandre



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Cuentisimos - A cielo raso



El hombre pliega despacioso los cartones, como si el tiempo fuera algo que estuviera al margen de su vida, tan marginal en otras muchas cosas. Después de plegarlos los amontona hasta que tienen una altura determinada y entonces, sacando un trozo de cuerda de un lugar ininteligible en aquel marasmo que es su remedo de chaqueta, los va atando cocienzuda y cuidadosamente. Ese bulto de cartones apilados y otros dos más van a ser el botín del día, el que le proporcione algunas monedas con las que comprar el cartón de leche, otro de vino y la barra de pan en la que pondrá un relleno indescifrable hecho de los trozos de fiambre que va encontrando, después de un examen minucioso cada noche en los cubos de basura del gran supermercado que, desde lejos, le guiña con sus parpadeos rítmicos de neón.

No tiene prisa alguna, porque el tiempo, ese bien tan escaso para los bien instalados, es lo único que le sobra, de lo único que se siente dueño y por eso puedo malgastarlo sentándose en cualquier banco a fumar una de las muchas colillas que encuentra, casi sin haber sido consumidas, en las aceras o en lo ceniceros de los vestíbulos de las dos sucursales de banco más cercanas. Se alegra que hayan prohibido fumar en los trabajos y por eso ahora los clientes y los trabajadores tienen que apagar el cigarrillo antes de entrar o salir al exterior a echar alguna que otra caladita, y dejan los cigarrillos a medio fumar con las prisas de entrar a gestionar sus asuntos, los unos, y volver al puesto de trabajo los otros. Sólo tiene que acercarse, después de que cierren la sucursal, y entrar en el vestíbulo donde están los cajeros automáticos y los ceniceros de acero inoxidable repletos de aquel bien tan preciado, para hacer su recolecta de aquellas innumerables colillas que a él le saben a gloria.; pero tenía que estar atento para recogerlas siempre antes de que llegasen las mujeres de la limpieza y las tirasen todas como la basura de las papeleras.

Termina de hacer sus tres bultos del día y los sube encima del carrito, añoso y descolorido, que una buena señora le regalo un día lleno de ropa usada. Tiene que llevar los cartones a donde se lo compran y después le espera la pesquisa entre los cubos del supermercado. Sólo cuando se sienta delante de su bocadillo y con el cartón de vino a su alcance, le parece que el mundo empieza a tener el sentido que debiera y en esos momentos sólo echa de menos a la Antonia, aquella buena mujer que le daba de comer y otras cosas, pero eso eran viejas historias y no debía pensar en ellas porque el carrito pesa demasiado y toda su atención tiene que ponerla en que no se le caiga su preciada carga.

Su silueta se recorta en el contraluz de sol y sombra cuando inicia su camino arrastrando tras de sí su única pertenencia y mientras camina renqueando, sopesa cuáles de esos cartones será el más indicado para utilizarlos de cama esa noche y que sustituyan a los de la noche pasada, cuando la lluvia intempestiva, propia de cualquier día de esta primavera, los mojó hasta empaparlos a los que le servían de lecho los días pasados. Decidió que los de la caja grande, la mayor de las que llevaba plegadas, eran los mejores de todos porque son de ese cartón acanalado, el más esponjoso y el que mejor aisla de la humedad y el frío. No importa que fueran los que le pagan mejor, porque un lujo es un lujo, y su comodidad valía más que esas monedas que le daban. Sí, decidido, se quedaría con los cartones acanalados y al dinero que perdiera por ello que le dieran morcilla. Ahora sólo tenía que dejarlos en su escondite, debajo de aquel puente medio derruido, y después llevaría el resto hasta donde se lo compraban, porque Pascual, el ropavejero y chamarilero que le compraba los cartones, empezaría a quejarse diciéndole que los que preferían eran los acanalado, los buenos, y esos ya tenían el destino mejor de servirle de cama porque él dormía a cielo raso y en esas nocturnidades lo menos que podía pedir era, si no un techo sobre su cabeza, sí un buen lecho de cartones que le aislaran de la humedad del suelo y de las ratas que siempre merodeaban a su .alrededor dándole miedo verlas tan cerca, aunque también tenía que reconocer que le daban un poco de compañía.

Cuando se alejaba con su carga bamboleante, su risita entrecortada y entre dientes fue lo único que quedó en el aire como el reguero burlón al paso de aquella silueta encorvada que se alejaba en busca de la satisfacción que se perfilaba en el horizonte dentro de un cartón de vino y un bocadillo inverosímil con contenido tan indescifrable como era la propia vida; pero, al menos, aquel sabía bien y alimentaba y ésta era como un laberinto en el que, una vez adentrado en ella, ya era difícil encontrar la salida. Por eso, era siempre preferible comer, beber y fumar y no pensar en otra cosa que no alimentaban y daban siempre dolor de cabeza y, en muchas noches de soledad entre cartones arrebujados y ratas huidizas, también le daban dolor en una parte muy honda, allí mismo donde sentía el tictac del único reloj que marcaba el curso de las horas y los días que llevaba viviendo y durmiendo a cielo raso.



Ana Alejandre

© Copyright 2006. Todos los derechos reservados.

Citas sobre la soledad


El hombre solitario es una bestia o un dios. (Aristóteles)

· Estoy solo y no hay nadie en el espejo. (Jorge Luís Borges)

· No es la soledad la que espanta, sino las voces que la pueblan. (Víctor Hugo)

· Amor, amor amor ¿por qué me has dejado solo? (James Joyce)

· En mi soledad he visto cosas muy claras/ que no son verdad. (Antonio Machado)

· La civilización ha convertido la soledad en uno de los bienes más delicados que el alma humana puede desear. (Gregorio Marañón)

· Nuestro gran tormento en la vida proviene de que estamos eternamente solos, y todos nuestros esfuerzos, todos nuestros actos sólo tienden a huir de esa soledad. (Guy de Maupassant)

· De ningún bien se goza en la posesión sin un compañero. (Séneca)

· Sólo en soledad se siente la sed de verdad. (María Zambrano)

· Lps monstruos devoran al hombre en soledad. (Charles Baudelaire)

22 mayo 2006

La odisea literaria de un manuscrito, por García Márquez



La odisea literaria de un manuscrito.
García Márquez relata la historia de las pruebas de 'Cien años de soledad', que saldrán a subasta


Gabriel García Márquez
EL PAÍS - Cultura - 15-07-2001


A principios de agosto de 1966, Mercedes y yo fuimos a la oficina de correos de San Ángel, en la Ciudad de México, para enviar a Buenos Aires los originales de Cien años de soledad. Era un paquete de quinientas noventa cuartillas escritas en máquina a doble espacio y en papel ordinario, y dirigido al director literario de la editorial Sudamericana, Francisco (Paco) Porrúa. El empleado del correo puso el paquete en la balanza, hizo sus cálculos mentales, y dijo:
-Son ochenta y dos pesos.
Mercedes contó los billetes y las monedas sueltas que llevaba en la cartera, y me enfrentó a la realidad:
-Sólo tenemos cincuenta y tres.
Tan acostumbrados estábamos a esos tropiezos cotidianos después de más de un año de penurias, que no pensamos demasiado la solución. Abrimos el paquete, lo dividimos en dos partes iguales y mandamos a Buenos Aires sólo la mitad, sin preguntarnos siquiera cómo íbamos a conseguir la plata para mandar el resto. Eran las seis de la tarde del viernes y hasta el lunes no volvían a abrir el correo, así que teníamos todo el fin de semana para pensar.
Ya quedaban pocos amigos para exprimir y nuestras propiedades mejores dormían el sueño de los justos en el Monte de Piedad.Teníamos, por supuesto, la máquina portátil con la que había escrito la novela en más de un año de seis horas diarias, pero no podíamos empeñarla porque nos haría falta para comer. Después de un repaso profundo de la casa encontramos otras dos cosas apenas empeñables: el calentador de mi estudio, que ya debía valer muy poco, y una batidora que Soledad Mendoza nos había regalado en Caracas cuando nos casamos. Teníamos también los anillos matrimoniales, que sólo usamos para la boda y que nunca nos habíamos atrevido a empeñar porque se creía de mal agüero. Esta vez, Mercedes decidió llevarlos de todos modos como reserva de emergencia.
El lunes a primera hora fuimos al Monte de Piedad más cercano, donde ya éramos clientes conocidos, y nos prestaron -sin los anillos- un poco más de lo que nos faltaba. Sólo cuando empacábamos en el correo el resto de la novela caímos en la cuenta de que la habíamos mandado al revés: las páginas finales antes que las del principio. Pero a Mercedes no le hizo gracia, porque siempre ha desconfiado del destino.
-Lo único que falta ahora -dijo- es que la novela sea mala.
La frase fue la culminación perfecta de los dieciocho meses que llevábamos batallando juntos para terminar el libro en que fundaba todas mis esperanzas. Hasta entonces había publicado cuatro en siete años, por los cuales había percibido muy poco más que nada. Salvo por La mala hora, que obtuvo el premio de tres mil dólares en el concurso de la Esso Colombiana, y me alcanzaron para el nacimiento de Gonzalo, nuestro segundo hijo, y para comprar nuestro primer automóvil.
Vivíamos en una casa de clase media en las lomas de San Ángel Inn, propiedad del oficial mayor de la alcaldía, licenciado Luis Coudurier, que entre otras virtudes tenía la de ocuparse en persona del alquiler de la casa. Rodrigo, de seis años, y Gonzalo, de tres, tuvieron en ella un buen jardín para jugar mientras no fueron a la escuela. Yo había sido coordinador general de las revistas Sucesos y La familia, donde cumplí por un buen sueldo el compromiso de no escribir ni una letra en dos años. Carlos Fuentes y yo habíamos adaptado para el cine El Gallo de Oro, una historia original de Juan Rulfo que filmó Roberto Gavaldón. También con Carlos Fuentes había trabajado en la versión final de Pedro Páramo, para el director Carlos Velo. Había escrito el guión de Tiempo de morir, el primer largo metraje de Arturo Ripstein, y el de Presagio, con Luis Alcoriza. En las pocas horas que me sobraban hacía una buena variedad de tareas ocasionales -textos de publicidad, comerciales de televisión, alguna letra de canciones- que me daban suficiente para vivir sin prisas pero no para seguir escribiendo cuentos y novelas.
Sin embargo, desde hacía tiempo me atormentaba la idea de una novela desmesurada, no sólo distinta de cuanto había escrito hasta entonces, sino de cuanto había leído. Era una especie de terror sin origen. De pronto, a principios de 1965, iba con Mercedes y mis dos hijos para un fin de semana en Acapulco, cuando me sentí fulminado por un cataclismo del alma tan intenso y arrasador que apenas si logré eludir una vaca que se atravesó en la carretera. Rodrigo dio un grito de felicidad:
-Yo también cuando sea grande voy a matar vacas en la carretera.
No tuve un minuto de sosiego en la playa. El martes, cuando regresamos a México, me senté a la máquina para escribir una frase inicial que no podía soportar dentro de mí: 'Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo'. Desde entonces no me interrumpí un solo día, en una especie de sueño demoledor, hasta la línea final en que a Macondo se lo llevó el carajo.
En los primeros meses conservé mis mejores ingresos, pero cada vez me faltaba más tiempo para escribir tanto como quería. Llegué a trabajar de noche hasta muy tarde para cumplir con mis compromisos pendientes, hasta que la vida se me volvió imposible. Poco a poco fui abandonando todo hasta que la realidad insobornable me obligó a escoger sin rodeos entre escribir o morir.
No lo dudé, porque Mercedes -más que nunca- se hizo cargo de todo cuando acabamos de fatigar a los amigos. Logró créditos sin esperanzas con la tendera del barrio y el carnicero de la esquina. Desde las primeras angustias habíamos resistido a la tentación de los préstamos con interés, hasta que nos amarramos el corazón y emprendimos nuestra primera incursión al Monte de Piedad. Después de los alivios efímeros con ciertas cosas menudas, hubo que apelar a las joyas que Mercedes había recibido de sus familiares a través de los años. El experto de la sección las examinó con un rigor de cirujano, pesó y revisó con su ojo mágico los diamantes de los aretes, las esmeraldas de un collar, los rubíes de las sortijas, y al final nos los devolvió con una larga verónica de novillero:
-¡Esto es puro vidrio!
Nunca tuvimos humor ni tiempo para averiguar cuándo fue que las piedras preciosas originales fueron sustituidas por culos de botellas, porque el toro negro de la miseria nos embestía por todos lados. Parecerá mentira, pero uno de mis problemas más apremiantes era el papel para la máquina de escribir. Tenía la mala educación de creer que los errores de mecanografía, de lenguaje o de gramática eran en realidad errores de creación, y cada vez que los detectaba rompía la hoja y la tiraba al canasto de la basura para empezar de nuevo. Mercedes se gastaba medio presupuesto doméstico en pirámides de resmas de papel que no duraban la semana. Ésta era quizás una de mis razones para no usar papel carbón.
Problemas simples como ése llegaron a ser tan apremiantes que no tuvimos ánimos para eludir la solución final: empeñar el automóvil recién comprado, sin sospechar que el remedio sería más grave que la enfermedad, porque aliviamos las deudas atrasadas, pero a la hora de pagar los intereses mensuales nos quedamos colgados del abismo. Por fortuna, nuestro amigo Carlos Medina, de vieja y buena data, se empeñó en pagarlos por nosotros, y no sólo los de un mes, sino de varios más, hasta que logramos rescatar el automóvil. Hace sólo unos años supimos que también él había tenido que empeñar uno de los suyos para pagar los intereses del nuestro.
Los mejores amigos se turnaban en grupos para visitarnos cada noche. Aparecían como por azar, y con pretextos de revistas y libros nos llevaban canastas de mercado que parecían casuales. Carmen y Álvaro Mutis, los más asiduos, me daban cuerda para que les contara el capítulo en curso de la novela. Yo me las arreglaba para inventarles versiones de emergencia, por mi superstición de que contar lo que estaba escribiendo espantaba a los duendes.
Carlos Fuentes, a pesar de su terror de volar en aquellos años, iba y venía por medio mundo. Sus regresos eran una fiesta perpetua para conversar de nuestros libros en curso como si fueran uno solo. María Luisa Elío, con sus vértigos clarividentes, y Jomi García Ascot, su esposo, paralizado por su estupor poético, escuchaban mis relatos improvisados como señales cifradas de la Divina Providencia. Así que nunca tuve dudas, desde sus primeras visitas, para dedicarles el libro. Además, muy pronto me di cuenta de que las reacciones y el entusiasmo de todos me iluminaban los desfiladeros de mi novela real.
Mercedes no volvió a hablarme de sus martingalas de créditos hasta marzo de 1966 -un año después de empezado el libro-, cuando debíamos tres meses de alquiler. Estaba hablando por teléfono con el dueño de la casa, como lo hacía con frecuencia para alentarlo en sus esperas, y de pronto tapó la bocina con la mano para preguntarme cuándo esperaba terminar el libro.
Por el ritmo que había adquirido en un año de práctica calculé que me faltaban seis meses. Mercedes hizo entonces sus cuentas astrales, y le dijo a su paciente casero sin el mínimo temblor de la voz:
-Podemos pagarle todo junto dentro de seis meses.
-Perdone, señora -le dijo el propietario asombrado-. ¿Se da cuenta de que entonces será una suma enorme?
-Me doy cuenta -dijo Mercedes, impasible-, pero entonces lo tendremos todo resuelto. Esté tranquilo.
Al buen licenciado, uno de los hombres más elegantes y pacientes que habíamos conocido, tampoco le tembló la voz para contestar: 'Muy bien, señora, con su palabra me basta'. Y sacó sus cuentas mortales:
-La espero el siete de septiembre.
Se equivocó: no fue el siete, sino el cuatro, con el primer cheque inesperado que recibimos por los derechos de la primera edición.
Los meses restantes los vivimos en pleno delirio. El grupo de mis amigos más cercanos, que conocían bien la situación, nos visitaban con más frecuencia que antes, siempre cargados de milagros para seguir viviendo. Luis Alcoriza y su esposa austriaca, Janet Riesenfeld Dunning, no eran visitadores frecuentes, pero armaban en su casa pachangas históricas, con sus amigos sabios y las muchachas más bellas del cine. Muchas veces eran pretextos simples para vernos. Él era el único español que podía hacer fuera de España una paella igual a las de Valencia, y ella era capaz de mantenernos en vilo con sus artes de bailarina clásica. Los García Riera, locos del cine, nos arrastraban a su casa en la noche de los domingos y nos infundían la demencia feliz para afrontar la semana siguiente.
La novela estaba entonces tan avanzada que me daba el lujo de seguir enriqueciendo el argumento falso que improvisaba en las visitas de los amigos. Muchas veces escuché recitados por otros a los que nunca se los había contado, y me sorprendía de la velocidad con que crecían y se ramificaban de boca en boca.
A fines de agosto, de un día para otro, se me apareció a la vuelta de una esquina el final de la novela. No usaba papel carbón y no existían las fotocopiadoras de la esquina, de modo que era un solo original de unas dos mil cuartillas. Fue un manjar de dioses para Esperanza Araiza, la inolvidable Pera, una de las buenas mecanógrafas de Manuel Barbachano Ponce en su castillo de Drácula para poetas y cineastas en la colonia Cuauhtémoc. En sus horas libres de varios años, Pera había pasado en limpio grandes obras de escritores mexicanos. Entre ellas, La región más transparente, de Carlos Fuentes; Pedro Páramo, de Juan Rulfo, y varios guiones originales de las películas de don Luis Buñuel. Cuando le propuse que me sacara en limpio la versión final de la novela, era un borrador acribillado de remiendos, primero en tinta negra y después en tinta roja para evitar confusiones. Pero eso no era nada para una mujer acostumbrada a todo en una jaula de locos. No sólo aceptó el borrador por la curiosidad de leerlo, sino también que le pagara enseguida lo que pudiera y el resto cuando me pagaran los primeros derechos de autor.
Pera copiaba un capítulo semanal mientras yo corregía el siguiente con toda clase de enmiendas, con tintas de distintos colores para evitar confusiones, y no por el propósito simple de hacerla más corta, sino de llevarla a su mayor grado de densidad. Hasta el punto de que quedó reducida casi a la mitad del original.
Años después, Pera me confesó que, cuando llevaba a su casa la única copia del tercer capítulo corregido por mí, resbaló al bajarse del autobús con un aguacero diluvial y las cuartillas quedaron flotando en el cenagal de la calle. Las recogió empapadas y casi ilegibles, con la ayuda de otros pasajeros, y las secó en su casa con una plancha de ropa.
Mi mayor emoción de esos días fue un sábado en que no tuve listas las correcciones del siguiente capítulo, y llamé a Pera para decirle que se lo llevaba el lunes. Al cabo de un largo titubeo se atrevió a preguntarme si Aureliano Buendía se acostaría al fin con Remedios Moscote. Cuando le contesté que sí, soltó un suspiro de alivio.
-Bendito sea Dios -exclamó-; si no me lo hubiera dicho, no habría podido dormir hasta el lunes.
Nunca he sabido cómo fue que en esos días recibí una carta intempestiva de Paco Porrúa, -de quien nunca había oído hablar- en la que me solicitaba para la Editorial Sudamericana los derechos de mis libros, que conocía muy bien en sus primeras ediciones. Se me partió el corazón, porque todos estaban en distintas editoriales con contratos a largo plazo, y no sería fácil liberarlos. El único consuelo que se me ocurrió fue contestarle a Paco que estaba a punto de terminar una novela muy larga y sin compromisos, de la que en pocos días podía enviarle la primera copia terminada.
Paco Porrúa lo aceptó por telegrama, y a vuelta de correo me mandó un cheque de quinientos dólares como anticipo. Justo para los nueve meses de alquiler que nos habíamos comprometido a pagar por esos días y no encontrábamos cómo, por un mal cálculo mío para terminar la novela.
De todos modos, la limpia transcripción de Pera con tres copias en papel carbón estuvo lista en dos o tres semanas más. Álvaro Mutis fue el primer lector de la copia definitiva, aun antes de mandarla a la imprenta. Desapareció dos días, y al tercero me llamó con una de sus furias cordiales, al descubrir que mi novela no era en realidad la que yo contaba para entretener a los amigos y que él repetía encantado a los suyos.
-¡Usted me ha hecho quedar como un trapo, carajo! -me gritó-. Este libro no tiene nada que ver con el que nos contaba.
Luego, muerto de risa, me dijo:
-Menos mal que éste es mucho mejor.
No recuerdo si entonces tenía el título de la novela, ni dónde ni cuándo ni cómo se me ocurrió. Con ninguno de los amigos de entonces ni en ningún libro de tantos he podido precisarlo. Ni aun en el de mi hermano Eligio Gabriel, el más autorizado e intenso de cuantos se han publicado sobre el tema. Por fortuna, no ha de faltar algún historiador imaginativo que se encargue de inventarlo.
La copia que leyó Álvaro Mutis fue la que mandamos en dos partes por correo, y otra fue el respaldo que él mismo llevó poco después en uno de sus viajes a Buenos Aires. La tercera circuló en México entre los amigos que nos acompañaron en las duras. La cuarta fue la que mandé a Barranquilla para que la leyeran tres protagonistas entrañables de la novela: Alfonso Fuenmayor, Germán Vargas y Álvaro Cepeda, cuya hija Patricia la guarda todavía como un tesoro.
Cuando recibimos el primer ejemplar del libro impreso, en junio de 1967, Mercedes y yo rompimos el original acribillado que Pera utilizó para las copias. No se nos ocurrió pensar ni mucho menos que podía ser el más apreciable de todos, con el capítulo tercero apenas legible por la lluvia y por los hierros de aplanchar. Mi decisión no fue nada inocente ni modesta, sino que rompimos la copia para que nadie pudiera descubrir los trucos de mi carpintería secreta. Sin embargo, en alguna parte del mundo puede haber otras copias, y en especial las dos enviadas a la Editorial Sudamericana para la primera edición. Siempre pensé que Paco Porrúa -con todo su derecho- las había guardado como reliquia. Pero él lo ha negado, y su palabra es de oro.
Cuando la editorial me mandó la primera copia de las pruebas de imprenta, las llevé ya corregidas a una fiesta en casa de los Alcoriza, sobre todo para la curiosidad insaciable del invitado de honor, don Luis Buñuel, que tejió toda clase de especulaciones magistrales sobre el arte de corregir, no para mejorar, sino para esconder. Vi a Alcoriza tan fascinado por la conversación, que tomé la buena determinación de dedicarle las pruebas: Para Luis y Janet, una dedicatoria repetida pero que es la única verdadera: 'del amigo que más los quiere en este mundo'. Junto a la firma escribí la fecha: l967. La mención sobre la firma repetida y las comillas en la frase final se debían a una dedicatoria anterior que había firmado en un libro para los Alcoriza. Veintiocho años después, cuando Cien Años de Soledad había hecho su carrera, alguien recordó aquel episodio en la misma casa, y opinó que las pruebas con la dedicatoria valían una fortuna. Janet las sacó de su baúl y las exhibió en la sala, hasta que le hicieron la broma de que con eso podían salir de pobres. Alcoriza hizo entonces una escena muy suya, dándose golpes con ambos puños en el pecho, y gritando con su vozarrón bien impostado y su determinación carpetovetónica:
-¡Pues yo prefiero morirme antes que vender esta joya dedicada por un amigo!
Entre la justa ovación de todos, volví a sacar el mismo bolígrafo de la primera vez, que todavía conservaba, y escribí debajo de la dedicatoria de dieciocho años antes: Confirmado, 1985. Y volví a firmar como la primera vez: Gabo. Ése es el documento de 180 folios, con 1.026 correcciones de mi puño y letra, que será puesto en pública subasta el 21 de septiembre de este año en la Feria del Libro de Barcelona, sin participación ni beneficio alguno de mi parte.
Que no haya dudas de que es una operación legítima. Lo que ha desconcertado a algunos es por qué las galeradas originales estaban en mi poder, si debía haberlas devuelto a Buenos Aires para que introdujeran las correcciones finales en la primera edición. La verdad es que nunca las devolví corregidas de mi puño y letra, sino que mandé por correo la lista de las correcciones copiadas a máquina línea por línea, por temor de que el mamotreto se perdiera en la vuelta.
Luis Alcoriza murió en su ley en 1992, a los setenta y un años, en su retiro de Cuernavaca. Janet siguió allí, y murió seis años después, reducida a un pequeño núcleo de sus amigos fieles. Entre ellos, el más fiel de todos, Héctor Delgado, que los había adoptado como padres y se ocupó de ellos en las vacas flacas de la vejez, más y mejor que si hubieran sido los verdaderos. Antes de morir, ellos lo nombraron su heredero legítimo por disposición testamentaria. Lo único que me parece injusto de esta historia a la vez inverosímil y memorable es que Luis y Janet vivieran sus últimos años con cientos de miles de dólares guardados a salvo del tiempo y las polillas en el fondo del baúl, por la invencible dignidad ibérica de no vender el regalo del amigo que más los quiso en este mundo.