Buscar este blog

Traductor

15 junio 2006

Galerías de Escritores - Así opinan ellos


El próximo viernes, 15 de septiembre de 2006, será actualizado este blog.


En este apartado llamado Galerías de Escritores - Así opinan ellos se, ofrecerán fragmentos de textos de famosos autores en los que exponen sus opiniones sobre temas diversos y heterogéneos.

Comienzo ofreciendo un texto del inolvidable y magistral escritor Julio Cortázar, que demuestra una vez más, su maestría narrativa, el dominio del lenguaje y su inagotable ingenio al tratar sobre temas tan insólitos como el que da título a su artículo De la seriedad de los velorios”.

Estos textos que se exhiben son por su estilo, calidad literaria y, en muchas ocasiones, el humor que destilan en sus párrafos escritos por sus famosos autores, de interés para todos, sean o no aficionados a la literatura, porque en estos escritos se manifiesta la extraordinaria lucidez y creatividad para exponer sus comentarios sobre distintos temas, algunos aparentemente serios, sin perder, por ello, la ironía, el quiebro cómplice en el lenguaje y la metáfora más brillante.

Que lo disfrutes, lector.
Ana Alejandre

De la seriedad de los velorios, de Julio Cortázar


De la seriedad en los velorios



“ Una vez que volvía a Francia a bordo de uno de los copetones barquitos de nuestra Flota Mercante del Estado (conozco el Río Bermejo y el Río Belgrano, me acuerdo del capitán Locatelli en begonias, del camarero Francisco que era un gallego como ya no se usan, y de un barman en cuya escuela aprendí a preparar el Corazón de Indio, cocktail que, como su nombre lo indica, es popularísimo en Bélgica), tuve la suerte de compartir tres semanas de buen tiempo con el doctor Alejandro Gancedo, su mujer y sus dos hijos, todos ellos a cual más cronopio. Pronto se descubrió que Gancedo era de la raza de Mansilla y de Eduardo Wilde, el causeur que frente a una copa y un habano se vuelve su propia obra maestra y que, como el otro Wilde, pone el genio en la vida aunque en sus libros no falte el talento.

De muchos relatos de Gancedo guardo un recuerdo que prueba la eficacia con que eran narrados (todo cuento es como se lo cuenta, la conciencia de que fondo y forma no son dos cosas es lo que hace al buen narrador oral, que no se diferencia así del buen escritor aunque los prejuicios y los editores estén a favor de este último). De entre esos relatos elijo, sabiendo que lo malogro, la historia de cómo unos conocidos de Gancedo que llamaré prudentemente Lucas Solano y Copitas, fueron a un velorio y lo que pasó en él.

A Solano le tocó acarrear el pésame en nombre de los compañeros de oficina del difunto, changa que lo abrumó al punto de buscar apoyo moral en el mostrador de un bar de la calle Talcahuano donde ya estaba Copitas en abierta demostración de lo acertado del sobrenombre. A la sexta grapa Copitas condescendió a acompañar a Solano para levantarle el ánimo, y cayeron al velorio en alto grado de emoción etílica. Le tocó a Copitas entrar el primero en la capilla ardiente, y aunque en su vida había vista al muerto, se acercó al ataúd, lo contempló recogido, y volviéndose a Solano le dijo con ese tono que sólo suscitan y quizá oyen los finados:

—Está idéntico.

A Solano esto le produjo un tal ataque de hilaridad que sólo pudo disimularlo abrazándose estrechamente a Copitas, que a su vez lloraba de risa, y así se quedaron tres minutes, sacudidos los hombros por terribles estremecimientos, hasta que uno de los hermanos del difunto que conocía vagamente a Solano se les acercó para consolarlos.

—Créanme, señores, jamás me hubiera imaginado que en la oficina lo querían tanto a Pedro —dijo—. Como no iba casi nunca...

Canti di prigionia

Con permiso de Dallapiccola éste es otro relato de Gancedo en que interviene Lucas Solano. En los tiempos de una dictadura militar, es decir cuando usted quiera, Solano y un grupo de amigos se reunían en una obra en construcción para tomar vino y charlar haste la madrugada. Por qué se juntaban allí no lo sé, pero sí que esa noche la policía lanzó una de esas redadas donde van a parar pescados de todas clases, aunque lo único que se buscaba era a los comunistas por un lado y a los nacionalistas católicos por el otro, que coincidían misteriosamente en desvelar al coronel de turno. En la volteada cayeron Solano y su barra, que no tenían la menor militancia política, y todo el mundo fue a parar al patio de una comisaría para eso que llaman identificación.

—En seguida los comunistas se pusieron de un lado —le contaba después Solano a Gancedo— y los católicos del otro, de manera que nosotros nos quedamos en el medio. Como al rato ya circulaban rumores de paliza y de picana eléctrica, los comunistas se pusieron a cantar "La International". Apenas los oyeron, los católicos se largaron con "Oh María madre mía".
—¿Y ustedes qué cantaban? —preguntó Gancedo.

—¿Nosotros? Bueno, nosotros cantábamos "Percanta que me amuraste"...

Más sobre la seriedad y otros velorios

¿Quién nos rescatará de la seriedad?, preguntoparafraseando un verso de Ricardo Molinari. La madurez nacional, supongo, que nos llevará a comprender por fin que el humor no tiene por qué seguir siendo el privilegio de anglosajones y de Adolfo Bioy Casares. Cito exprofeso a Bioy, porque su humor es de los que empiezan por admitir honestamente los límites de su literatura mientras que la seriedad se cree omnímoda desde el soneto hasta la novela, y segundo porque logra esa liviana eficacia que puede ir mucho más lejos (cuando la usa un Leopoldo Marechal, por ejemplo) que tanto tremendismo dostoievskiano al cuete que prolifera en nuestras playas. Por lo demás esas playas van mucho más allá de Mar del Plata: con Jean Cocteau, a su manera un Bioy Casares francés, ha ocurrido también que los "comprometidos" de cualquier bando y los serios de solemnidad como FranÁois Mauriac han pretendido relegarlo a esas cocinas del establecimiento feudal de la literatura donde hay el rincón de los bufones y los juglares. Y no hablemos de Jarry, de Desnos, de Duchamp... En su espasmódico Who's Afraid of Virginia Woolf?, Edward Albee le hace decir a alguien: "La más profunda señal de la malevolencia social es la falta de sentido del humor. Ninguno de los monolitos ha sido capaz de aceptar jamás una broma. Lea la historia. Conozco bastante bien la historia." También nosotros conocemos bastante bien la historia literaria para prever que Dargelos y Elizabeth vivirán más que Thérèse Desqueyroux, y que el padre Ubu tirará al pozo, con su chochet à nobles, a todos los héroes de Jean Anouilh y de Tennessee Williams.

Esa pulga prodigiosa llamada Man Ray escribió una vez: "Si pudiéramos desterrar la palabra serio de nuestro vocabulario, muchas cosas se arreglarían." (Man Ray, Autoportrait).

Pero los monolitos velan con su aire de tortugones amoratados, como tan bien los retrata José Lezama Lima. Oh, quién nos rescatará de la seriedad para llegar por fin a ser serios de veras en el plano de un Shakespeare, de un Robert Burns, de un Julio Verne, de un Charles Chaplin. ¿Y Buster Keaton? Ese debería ser nuestro ejemplo, mucho más que los Flaubert, los Dostoievski y los Faulkner en los que sólo reverenciamos la carga de profundidad mientras olvidamos a Bouvard y Pécuchet, olvidamos a Foma Fomich, olvidamos la sonrisa con que el caballero sureño respondió a una invitación de la Casa Blanca: "Un almuerzo a quinientas millas queda demasiado lejos para mí." En cada escuela latinoamericana debería haber una gran foto de Buster Keaton, y en las fiestas patrias el director pasaría películas de Chaplin y de Keaton para fomento de futuros cronopios, mientras las maestras recitarían "La morsa y el carpintero" o por lo menus algo de Guido y Spano, por ejemplo la versión al alemán de la Nenia, que empieza:

Klage, klage, Urataú, In den Zweigen des Yatay. War einmua ein Paraguay Wo geboren Ich und du: Klage, klage, Urataú!

Pero seamos serios y observemos que el humor, desterrado de nuestras letras contemporáneas (Macedonio, el primer Borges, el primer Nalé, César Bruto, Marechal a ratos, son outsiders escandalosos en nuestro hipódromo literario) representa mal que les pese a Los tortugones una constante del espíritu argentino en todos Los registros culturales o temperamentales que van de la afilada tradición de Mansilla, Wilde, Cambaceres y Payró hasta el humor sublime del reo porteño que en la plataforma del tranvía 85 más que completo, mandado a callar en sus protestas por su guarda masificado, le contesta: "¿Y qué querés? ¿Que muera en silencio?" Sin hablar de que a veces son los guardas los humoristas, como aquel del ómnibus 168 gritándole a un señor de aire importante que hacía tintinear interminablemente la campanilla para bajarse: "¡Acabala, che, que aquí estamo al ónibu, no a la iglesia!"

¿Por qué diablos hay entre nuestra vida y nuestra literatura una especie de "muro de la vergüenza"? En el momento de ponerse a trabajar en un cuento o una novela el escritor típico se calza el cuello duro y se sube a lo más alto del ropero. A cuántos conocí que si hubieran escrito como pensaban, inventaban o hablaban en las mesas de café o en las charlas después de un concierto o un match de box, habrían conseguido esa admiración cuya ausencia siguen atribuyendo a las razones deploradas con lágrimas y folletos por las sociedades de escritores: snobismo del público que prefiere a los extranjeros sin mirar lo que tiene en casa, alevosa perversidad de los editores, y no sigamos que va a llorar haste el nene. Hiato egipcio entre una escritura demótica y otra hierática: nuestro escriba sentado asume la solemnidad del que habita en el Louvre tan pronto le saca la fundita a la Remington, de entrada se le adivina el pliegue de la boca, la hamarga hexperiencia humana asomando en forma de rictus que, como es notorio, no se cuenta entre las muecas que faciliten la mejor prosa. Estos ñatos creen que la seriedad tiene que ser solemne o no ser; como si Cervantes hubiera side solemne, carajo. Descuentan que la seriedad deberá basarse en lo negativo, lo tremendo, lo trágico, lo Stavrogin, y que sólo desde ahí nuestro escritor accederá (en los dos sentidos del término) a los signos positivos, a un posible happy end, a algo que se asemeje un poco más a esta confusa vida donde no hay maniqueo que llegue a nada. Asomarse al gran misterio con la actitud de un Macedonio se les ocurre a muy pocos; a los humoristas les pagan de entrada la etiqueta para distinguirlos higiénicamente de los escritores serios. Cuando mis cronopios hicieron algunas de las suyas en Corrientes y Esmeralda, huna heminente hintelectual hexclamó: "¡Qué lástima, pensar que era un escritor tan serio!" Sólo se acepta el humor en su estricta jaulita, y ojo con trinar mientras suena la sinfónica porque lo dejamos sin alpiste para que aprenda. En fin, señora, el humor es all pervading o no es, como siempre lo supieron Juan Filloy, Shakespeare y Max Ernst; reducido a sus propias fuerzas, solo en la jaulita, dará Three Men on a Boat pero jamás Sancho en la ínsula, jamás mi tío Toby, jamás el velorio del pisador de barro (El autor se refiere respectivamente a Don Quijote de la Mancha, a Tristam Shandy y a Adán Buenosayres). Le aclaro entonces que el humor cuya alarmante carencia deploro en nuestras tierras reside en la situación física y metafísica del escritor que le permite lo que para otros serían errores de paralaje, por ejemplo ver las agujas del reloj del comedor en la una y media cuando apenas son las doce y veinticinco, y jugar con todo lo que brinca de esa fluctuante disponibilidad del mundo y sus criaturas, entrar sin esfuerzo en la ironía, el understatement, la ruptura de los clisés idiomáticos que contamina nuestras mejores prosas tan seguras de que son las doce y veinticinco como si las doce y veinticinco tuvieran alguna realidad fuera de la convención que las decidió con gran concurso de cosmógrafos y pendolistas de Maguncia y de Ginebra. Y esto de los clisés idiomáticos no es broma; se puede verificar el predominio de un lenguaje hierático en las letras sudamericanas, un lenguaje que en su más alto nivel da por ejemplo El siglo de las luces, mientras todo el resto se agruma en una prosa que más tiene que ver con la sémola que con la vida que pretende encarnar. En la Argentina hay índices de un divertido proceso; por reacción contra la prosa de los tortugones amoratados, unos cuantos escritores más jóvenes se han puesto a escribir "hablado", y aunque los mejores lo hacen muy bien la mayoría le ha errado al bochín y se está hundiendo todavía más que los acrisolados (palabra que éstos colocan siempre en alguna parte). A mí me parece que no es con pasar del calor del crisol al de la cancha de Rácing que haremos nuestra literatura. Un Roberto Arlt escribía idiomáticamente mal porque no estaba equipado para hacerlo de otra manera; pero tener una cultura de primera fuerza como suelen tenerla los argentinos y caer en una escritura de pizzería me parece a lo sumo una reacción de chiquilín que se decreta comunista porque el papá es socio del Club del Progreso”.

Extraído de "La vuelta al día en ochenta mundos" de Julio Cortázar, publicado en 1967 por Siglo XXI. ©

29 mayo 2006

Al filo de los días - Esperando a Caronte

Este blog se actualizará los días
1 y 15 de cada mes.



Los telediarios, los programas llamados del corazón y hasta las tertulias televisivas de estilo indefinido y tertulianos aún más indefinibles, no hacen otra cosa que hablar sobre el estado crítico de determinada estrella de la canción, aquejada de una mortal e irreversible enfermedad. Se hacen todo tipo de comentarios y de conjeturas, incluso se lanza al aire, ante el estupor de unos, la incredulidad de otros y la creencia dolorida de algunos, de que el fallecimiento se ha producido hace horas, aunque se desmiente después tan agorera y terrible afirmación.

Los espectadores del rectángulo parpadeante asistimos atónitos al desfile de personajes y personajillos ávidos por dar las mejores y últimas noticias, arrebatándose unos a otros el siniestro privilegio de ser el portavoz del final anunciado, y secretamente deseado por las ganancias que conlleva la triste noticia, y la que le proporcionaría al primer vocero el ansiado, aunque dudoso, protagonismo; al igual que toda ave carroñera espera desde el altozano la culminación de la lenta agonía de su futura presa. Todo es cuestión de paciencia y tiempo, porque unos y otros saben que ya no hay escapatoria para el ser agonizante y doliente, a ratos, y en otros sumido en la más absoluta inconsciencia que le hace olvidar su propia agonía, su inminente fallecimiento que todos esperan y al que parecen conjurar vistiéndose de negro con anticipada previsión que le pondría los pelos de punta a la moribunda si pudiera darse cuenta de ello, y por eso esperan la culminación necesaria de un lento, agónico, y terrible proceso al que sólo puede culminar la muerte y sus siniestras labores.

Todos los que la velan, de cerca o a distancia, unos, los menos, unidos por el amor, sobre todo el hombre que ha sabido mantener la dignidad y la cordura en todo el circo que los rodea mientras mira, sumido en la impotencia y el dolor, el lento discurrir hacia la muerte de su compañera en vida; y otros, los más, por el interés mediático que la muerte suscita cuando viene a llevarse la vida de un famoso, lo que proporciona notoriedad a quienes rodean al moribundo, velándolo en la muerte, aunque no supieran o quisieron amarlo en vida.

Todos esos familiares, más o menos cercanos, como los amigos de dudosa confianza e intimidad, han obtenido su minuto de gloria gracias a la agonizante que libra su última batalla en la soledad que siempre proporciona el anuncio de la pronta visita de Tánato y que la deja aislada en una terrible soledad, bien por la inconsciencia en la que se halla, o por la secreta e íntima claudicación de la moribunda que en estos momentos mira al único paisaje que le es permitido y que sólo existe en esa dimensión, o tierra de nadie, que es el territorio ignoto entre la vida y la muerte

Antes o después, con una excusa u otra, todos han hablado, comentado, anunciado y reivindicado ser los auténticos conocedores de la verdadera gravedad de la moribunda que no habla, ni oye, ni ve, a no ser esa luz radiante que empieza a serle visible entre tantas tinieblas, tanto amor interesado, y tanta amistad fingida y ávida de notoriedad en la prensa, en la televisión o ante cualquier auditorio interesado en saber las últimas noticias de ese mito nacional que se debate entre la vida y la muerte. El único ser próximo a la enferma, en el sentimiento y la intimidad, es quien no ha pronunciado una sola palabra en los últimos días, quizá avergonzado del espectáculo en el que han convertido, propios y extraños, a la enfermedad y a la agonía de quien es su referente vital y, por ello,a la que ahora está más unido que nunca ante la proximidad de la muerte que es siempre la que dice la última palabra y, sabedor de ello, mantiene un silencio respetuoso y digno que le hace ser merecedor de todos los elogios.


Los periodistas, ávidos de cazar noticias al vuelo, no descansan ni de día ni de noche, esperando que en cualquier momento salga del interior de la casa alguien que sea el portavoz oficial de la familia para comunicar la triste noticia, pero no por eso menos esperada, del final de esa gran figura a la que todos dicen querer y de la que todos sacarán provecho, de una u otra forma, porque bien es sabido que la muerte de alguien famoso es siempre terreno abonado pora múltiples ganancias de dudosa procedencia ,y más aun, de dudosa ética

El corazón de la enferma, además de grande, es muy fuerte, según afirma su médico personal, y está presentando batalla sin dejarse amilanar por la señora de negro (o blanco, según las culturas) que espera a los pies de la cama, sabiendo que siempre, y sin excepción, es la ganadora final de todas las batallas. La moribunda también lo sabe con la lucidez absoluta que tienen los que están ya entrando en esa zona en la que todas las oscuridades desaparecen y sólo queda la infinita luz clarificadora que ilumina el camino de quien parte rumbo a la eternidad que le aguarda.

Mientras tanto, un hombre, a su lado, también muere en el silencio y el dolor sin palabras en el que todas están contenidas, porque sabe que la mujer que agoniza no sólo se llevara consigo su propia vida y su dolor como ofrenda, sino el sentido de la propia vida de él y de la de sus hijos que quedan doblemente huérfanos: de su madre y de la propia inocencia ya perdida, porque no hay mejor antídoto para ella que el dolor vivido tempranamente.

Mientras el guirigay mediático continúa en una demostración de preocupación y afecto, exigentes y ávidos de noticias, hacia quien sólo necesita y suplica en silencio y en su soledad moribunda que la dejen, si no vivir porque ya es demasiado tarde, sí morir tranquila, en la paz y el silencio que es el preámbulo necesario para que el tránsito definitivo hacia la otra orilla no sea el tributo a pagar por haber sido famoso en vida y, por ello, deba morir ante los focos, los aplausos y el exhibicionismo irrespetuoso de quienes hacen verdad ese dicho de que "quien bien te quiere te hará llorar", pero lo más sarcástico es que en este caso, como en otros muchos similares, el que llora es el moribundo y los que de verdad le quieren, pero no los que sólo explotan su enfermedad y su sufrimiento y que quedará patente en futuras exclusivas. En una parábola cínica, en esta ocasión como en tantas otras, el llanto es anterior al fallecimiento, para que así el muerto, cuando le llegue la hora final, haya llorado, con antelación a su entierro, de pena, de impotencia y, sobre todo, de asco.


Al barquero, Caronte, los muertos le tenían que pagar para que los llevara en su barca hasta la otra orilla. En la actualidad mediática, el muerto paga con su sufrimiento acosado, y con antelación, al fúnebre barquero y estaría dspuesto a que se lo llevara antes y lejos de tanto admirador preocupado, de tanto periodista con ansias informativas y de tanto pariente aprovechado. Aunque, no habría Caronte alguno capaz de librar a ninguno de sus famosos pasajeros de la persecución preocupada y vigilante de quienes, propios y extraños, revolotean alrededor del lecho del moribundo esperando la noticia fatal, la primicia o la herencia, porque seguro es que, en la otra orilla, lo estarían también aguardando los fotógrafos, los admiradores y los parientes acongojados, ya que no hay Caronte que valga que sea capaz de sortear a tanto pelmazo bienintencionado, a tanto profesional informante y desinformado o, simplemente, a tanto pariente friamente interesado.




Ana Alejandre



© Copyright 2006. Todos los derechos reservados.

Cuentisimos - A cielo raso



El hombre pliega despacioso los cartones, como si el tiempo fuera algo que estuviera al margen de su vida, tan marginal en otras muchas cosas. Después de plegarlos los amontona hasta que tienen una altura determinada y entonces, sacando un trozo de cuerda de un lugar ininteligible en aquel marasmo que es su remedo de chaqueta, los va atando cocienzuda y cuidadosamente. Ese bulto de cartones apilados y otros dos más van a ser el botín del día, el que le proporcione algunas monedas con las que comprar el cartón de leche, otro de vino y la barra de pan en la que pondrá un relleno indescifrable hecho de los trozos de fiambre que va encontrando, después de un examen minucioso cada noche en los cubos de basura del gran supermercado que, desde lejos, le guiña con sus parpadeos rítmicos de neón.

No tiene prisa alguna, porque el tiempo, ese bien tan escaso para los bien instalados, es lo único que le sobra, de lo único que se siente dueño y por eso puedo malgastarlo sentándose en cualquier banco a fumar una de las muchas colillas que encuentra, casi sin haber sido consumidas, en las aceras o en lo ceniceros de los vestíbulos de las dos sucursales de banco más cercanas. Se alegra que hayan prohibido fumar en los trabajos y por eso ahora los clientes y los trabajadores tienen que apagar el cigarrillo antes de entrar o salir al exterior a echar alguna que otra caladita, y dejan los cigarrillos a medio fumar con las prisas de entrar a gestionar sus asuntos, los unos, y volver al puesto de trabajo los otros. Sólo tiene que acercarse, después de que cierren la sucursal, y entrar en el vestíbulo donde están los cajeros automáticos y los ceniceros de acero inoxidable repletos de aquel bien tan preciado, para hacer su recolecta de aquellas innumerables colillas que a él le saben a gloria.; pero tenía que estar atento para recogerlas siempre antes de que llegasen las mujeres de la limpieza y las tirasen todas como la basura de las papeleras.

Termina de hacer sus tres bultos del día y los sube encima del carrito, añoso y descolorido, que una buena señora le regalo un día lleno de ropa usada. Tiene que llevar los cartones a donde se lo compran y después le espera la pesquisa entre los cubos del supermercado. Sólo cuando se sienta delante de su bocadillo y con el cartón de vino a su alcance, le parece que el mundo empieza a tener el sentido que debiera y en esos momentos sólo echa de menos a la Antonia, aquella buena mujer que le daba de comer y otras cosas, pero eso eran viejas historias y no debía pensar en ellas porque el carrito pesa demasiado y toda su atención tiene que ponerla en que no se le caiga su preciada carga.

Su silueta se recorta en el contraluz de sol y sombra cuando inicia su camino arrastrando tras de sí su única pertenencia y mientras camina renqueando, sopesa cuáles de esos cartones será el más indicado para utilizarlos de cama esa noche y que sustituyan a los de la noche pasada, cuando la lluvia intempestiva, propia de cualquier día de esta primavera, los mojó hasta empaparlos a los que le servían de lecho los días pasados. Decidió que los de la caja grande, la mayor de las que llevaba plegadas, eran los mejores de todos porque son de ese cartón acanalado, el más esponjoso y el que mejor aisla de la humedad y el frío. No importa que fueran los que le pagan mejor, porque un lujo es un lujo, y su comodidad valía más que esas monedas que le daban. Sí, decidido, se quedaría con los cartones acanalados y al dinero que perdiera por ello que le dieran morcilla. Ahora sólo tenía que dejarlos en su escondite, debajo de aquel puente medio derruido, y después llevaría el resto hasta donde se lo compraban, porque Pascual, el ropavejero y chamarilero que le compraba los cartones, empezaría a quejarse diciéndole que los que preferían eran los acanalado, los buenos, y esos ya tenían el destino mejor de servirle de cama porque él dormía a cielo raso y en esas nocturnidades lo menos que podía pedir era, si no un techo sobre su cabeza, sí un buen lecho de cartones que le aislaran de la humedad del suelo y de las ratas que siempre merodeaban a su .alrededor dándole miedo verlas tan cerca, aunque también tenía que reconocer que le daban un poco de compañía.

Cuando se alejaba con su carga bamboleante, su risita entrecortada y entre dientes fue lo único que quedó en el aire como el reguero burlón al paso de aquella silueta encorvada que se alejaba en busca de la satisfacción que se perfilaba en el horizonte dentro de un cartón de vino y un bocadillo inverosímil con contenido tan indescifrable como era la propia vida; pero, al menos, aquel sabía bien y alimentaba y ésta era como un laberinto en el que, una vez adentrado en ella, ya era difícil encontrar la salida. Por eso, era siempre preferible comer, beber y fumar y no pensar en otra cosa que no alimentaban y daban siempre dolor de cabeza y, en muchas noches de soledad entre cartones arrebujados y ratas huidizas, también le daban dolor en una parte muy honda, allí mismo donde sentía el tictac del único reloj que marcaba el curso de las horas y los días que llevaba viviendo y durmiendo a cielo raso.



Ana Alejandre

© Copyright 2006. Todos los derechos reservados.